Periodista

De momento, otros siete soldados españoles no podrán compartir con sus familias esta Navidad. Murieron en una encerrona de la guerrilla iraquí en las afueras de Bagdad. A algunos de ellos sólo les quedaban unos días para regresar a sus casas. Las suyas fueron unas muertes honrosas, en cumplimiento del deber, porque nadie puede dar más si entrega su propia vida. Eran soldados, cumplían órdenes y sabían que su misión era peligrosa.

Coincidiendo con la llegada de los féretros a Madrid, el presidente del Gobierno, José María Aznar, reiteró, con la firmeza que le caracteriza, su decisión de que las tropas españolas sigan en Irak luchando por la libertad y contra el terrorismo internacional.

Pero con la misma firmeza, legitimidad y claridad con la que se ha vuelto a pronunciar Aznar también se puede proclamar y, posiblemente con menos contradicciones, que esas muertes cuestionan una vez más la presencia de nuestro país en aquellas tierras lejanas, enzarzado en una batalla que la mayoría no creemos nuestra. No podemos, por tanto, evitar la duda de si fueron o no unas muertes necesarias. Desde nuestro dolor, en todo caso, nos recuerdan el precio exacto que paga nuestro país por la paz americana de Bush.

No sólo es el altísimo precio de nuestras admiradas fuerzas militares, sino también el de todas las que participan en las labores de pacificación de un conflicto y de un país que se ha convertido en un inmenso callejón de inseguridad, temor y muerte. Los gobiernos de turno pueden seguir yendo a Irak a animar a sus soldados, a compartir con ellos la Navidad, a expresar su condolencia sincera a los familiares, pero esos gestos no resuelven el problema de fondo.

La imagen de un destartalado carro tirado por un burro y reconvertido en lanzamisiles o la macabra danza de unos jóvenes iraquís sobre los cadáveres de los soldados españoles debería suscitar en los responsables políticos una seria reflexión sobre el futuro inquietante que se avecina. La guerra no ha terminado en Irak, pese a que el presidente Bush, con un triunfalismo bobalicón y como si estuviera firmando un decreto de obligado cumplimiento, anunciara hace seis meses que el conflicto bélico había finalizado. El final de una guerra es siempre la paz y en Irak hay cualquier cosa menos paz.

Recientes encuestas revelan de nuevo no sólo que la inmensa mayoría de los ciudadanos sigue desaprobando esta guerra. Es lógico que los ciudadanos se pregunten por qué y por quiénes se sigue allí, por qué y por quiénes se muere en Irak y si de verdad ésta es la mejor forma de luchar por la libertad y contra un terrorismo internacional.

El cambio en los argumentos utilizados por los aliados para explicar la guerra ha sido más que sustancial. La búsqueda inicial de armas de destrucción masiva por el peligro inminente que suponían dio paso a la lucha contra el terrorismo internacional, del que Sadam era un reconocido abanderado, para concretarse sólo, al día de hoy, en la defensa de las libertades de un pueblo masacrado por la dictadura.

Nadie duda de la necesidad de una estrechísima colaboración internacional para combatir el terrorismo y derrocar las dictaduras, porque la vida de las personas y de sus libertades son derechos irrenunciables, pero de ahí a declarar la guerra a todos los países que teóricamente alberguen terroristas o dictadores hay un abismo. La tela de araña que se tejió con intereses de toda ralea para respaldar esta guerra puede cobrarse como víctimas a sus principales autores, que dan muestras de mucha preocupación porque no encuentran la fórmula para recuperarse, con un mínimo de dignidad, de la encerrona iraquí en la que voluntaria, libre y frívolamente se metieron... y nos metieron.

¿O no es grave que meses después de iniciarse el conflicto, el presidente Aznar reconozca que los aliados no valoraron suficientemente la complejidad de la posintervención? ¿Pueden unos líderes políticos comenzar una operación de esa envergadura ignorando a dónde les puede llevar? ¿No es una ligereza que la ministra Ana Palacio afirme que la vida cotidiana en Bagdad es ahora mucho peor que antes de la guerra y que su presidente le corrija diciendo que de eso nada?

Llegados a este punto, y por el bien de todos, de civiles y soldados, sólo cabría desear que la clarividencia que a algunos dirigentes políticos les faltó cuando se embarcaron en esta aventura bélica la tengan ahora para buscar una salida honrosa y eficaz, si es que están capacitados para esta elevada tarea. Ese callejón de inseguridad, de temor y de muerte no debe convertirse en un callejón sin salida.

Este atolladero lleva camino de convertirse en un símbolo de la vaciedad humana y política. Una vaciedad que solivianta y espanta a gran parte de la opinión pública cuando observa el curso de esta guerra. Tras la muerte de siete militares se necesita clarividencia política para replantearse una aventura bélica que la mayoría rechaza.