Un seguidor que intentaba proteger a un joven del equipo rival ha fallecido por las patadas de un ultra. Es la cuarta muerte violenta en un estadio o en sus aledaños en 13 años. Pero las agresiones se repiten cada jornada, desde los partidos de juveniles hasta los encuentros internacionales. Tras la conmoción, como en las anteriores ocasiones, se ha reclamado el fin de la impunidad de los grupos radicales, que aumente la seguridad en los campos y que se prohíba la entrada de los violentos. Y el Gobierno ha prometido reformas legales.

Sin embargo, los clubs, con contadas excepciones, siguen cobijando a auténticos salvajes y excitándolos con la excusa de calentar el partido. Las teóricas medidas para impedir el acceso a los estadios a los ultras son inaplicables. Y para las autoridades deportivas, un asesinato a las puertas de un estadio es como si no hubiera sucedido, mientras que lanzar un objeto conlleva sanciones inmediatas. Un absurdo que se intentará solucionar con una reforma del Código Penal. Los dirigentes deportivos deben expulsar de las gradas a los violentos. Y quizá deba imitarse el ejemplo de otros países europeos, donde los hooligans pasan unas horas bajo custodia policial para evitar que acudan al estadio.