Escritor

Me hizo ilusión la feliz casualidad de que el mismo día se abrieran a la vez cuatro de las seis Aulas de Literatura de la Asociación de Escritores, entre ellas la nueva de Don Benito-Villanueva de la Serena, la única que, a falta de un escritor nacido al mismo tiempo en ambos lugares, ostenta el nombre de un río, el Guadiana. Un año más, y van diez, se pone en marcha esta ajustada maquinaria de fomento del libro y la lectura.

A Plasencia llegó el pasado lunes el escritor navarro Miguel Sánchez-Ostiz. Tuve que ir a recogerlo a la estación de Monfragüe, una ciudad fantasma en medio de la niebla y de la lluvia; un lugar, al que uno no se cansa de ir, por razones que nada tienen que ver con el sentido común sino más bien con la literatura. Quiero decir que uno no se cansa de mirar ese poblado en ruinas formado por pabellones que más parecen viviendas de mineros británicos que de ferroviarios españoles. Allí nos dimos el primer abrazo de nuestra vida, aunque Miguel y yo nos conozcamos desde hace veinte años, los que llevamos cruzándonos mensajes de náufragos, de periferia a periferia, mediante cartas, al principio, y ahora por e-mail.

No decepcionó en su conferencia placentina este escritor torrencial que no repara en géneros (ha escrito poesía, novela, ensayo, así como dietarios) que, a mi modo de ver, representa una de las huidas más apasionantes de nuestra literatura reciente. Y no por los premios (posee el Herralde y el de la Crítica) sino por el rigor y las ganas que le ha echado a la escritura hasta conseguir, ahí es nada, un estilo del que se podría decir que sólo se parece a sí mismo. Precisamente de su carrera de escritor, de su lucha por conseguir esa voz propia que sea trasunto o correlato de su "pequeña verdad", habló en el Club del Verdugo ante un público expectante, que sospechaba, primero, y confirmaba, después, que estaba ante un escritor de ésos que no tienen que esconderse detrás de ninguna máscara para mostrarse verdaderos.

Esa misma noche comprobé otra vez que esta experiencia rebasa con mucho los límites de lo meramente literario. Esto es, que de lo que se habló en Plasencia fue de la vida, de la suya y de la de todos, porque en última instancia es imposible separar ambas cuestiones. A esa conclusión llegó Miguel tras escribir una de sus mejores novelas, Las pirañas (que le ha costado serios disgustos entre sus paisanos), y desde entonces no ha cejado en el empeño de dotar a sus personajes de entidad humana suficiente como para hacerlos reales. La conferencia y el debate posterior fueron una bocanada de aire fresco que sirvieron para explicar, para explicarnos, la sinrazón de contemplarse el propio ombligo y la pobreza mental que provoca ese tosco ejercicio de cerrazón mental y de autocomplacencia.

Lo dijo en la entrega del Premio Príncipe de Viana, delante de otro príncipe, el de Asturias: "Somos siempre nosotros la materia más genuina de los libros que escribimos, y solemos escribirlos en nuestro propio beneficio por unos motivos sin embargo oscuros: para fundar nuestra intimidad, para afianzarnos en la realidad, para saber quiénes somos, para encontrar nuestra identidad más profunda y dar cuenta de ella, y compartirla de esa manera con un lector cómplice, para obedecer a la perentoria necesidad de decir nuestra pequeña verdad y ejercitar con ello nuestra libertad de conciencia, uno de los bienes más altos que tenemos".