El presidente de EEUU, Barack Obama, ha cubierto el primer tramo del camino que habrá de recorrer hasta que haya dotado al país de una sanidad pública digna de este nombre. Al incorporar a cuatro millones de niños al servicio de prestaciones mínimas pensado para atender a los hijos de familias sin recursos --a partir de ahora los beneficiarios serán 11,4 millones--, Obama añade a la asistencia a cargo de los presupuestos el 10% de los 45 millones de estadounidenses que no tienen cobertura sanitaria. Un cambio radical que, a falta de un programa integral de reforma, marca el rumbo futuro y enlaza, más de una década después, con algunos objetivos que se marcó la fallida reforma promovida por Hillary Clinton, a la sazón primera dama, y combatida por el lobi de las grandes aseguradoras.

Basta recordar este precedente para medir la importancia de la medida, que si en Europa Occidental se consideraría modesta, en según qué ambientes de EEUU puede antojarse exageradamente intervencionista. De hecho, el expresidente Bush vetó en dos ocasiones una medida similar, aprobada por el Congreso, y los ideólogos de la anterior Administración entendieron que la extensión de la sanidad pública era una intromisión en la libertad de elección de los ciudadanos y una carga insoportable para el presupuesto. Al cambiar el enfoque de la cuestión, Obama hace algo más que cumplir una promesa electoral: estimula un cambio de mentalidad para que los estándares de confort ciudadanos no dependan solo de la iniciativa privada y el éxito personal.