Hace unos días se desató el enésimo escándalo por la comercialización de datos privados en las redes. Cada vez son más graves y, paradójicamente, se olvidan con más rapidez. Esta vez ha sido Facebook la acusada de permitir que empresas dedicadas al márketing político utilizasen datos de usuarios para crear perfiles con fines publicitarios. La compañía de Zuckerberg se defiende de esta y otras acusaciones (como la de permitir campañas de desinformación o todo tipo de «fakes» con fines políticos) esgrimiendo su política de neutralidad y la dificultad real de control.

En esto último tienen razón. No es fácil impedir que las empresas se aprovechen del contenido de las comunicaciones de dos mil millones de usuarios activos, cerca de un tercio de la población mundial (y subiendo). Y no lo es solo por defecto de los sistemas de seguridad o las leyes sino, sobre todo, porque la inmensa mayoría de los usuarios cede información personal sin reparo alguno. Al fin, lo que ofrece la red -que no es solo comunicación o noticias sino, sobre todo, un marco, ya insustituible, de relaciones humanas- parece compensar todos los riesgos que conlleva.

Aunque a las élites más concienciadas el descontrol de la privacidad en internet les parece una grave amenaza (lo es), la mayoría no lo tiene tan claro. Y no es simple ignorancia. Todo el mundo sabe o sospecha que la grutuidad del uso de redes como Facebook es la cara amable de un inmenso negocio de control y venta de datos, pero, a la vez, confía brumosamente en que alguien (la ley, el mercado) acabará por poner coto a esta situación. Ahora bien, ¿por qué habría de hacerlo?

Sin un cierto control de la privacidad no hay sociedad posible. Este control se ha dado siempre. En las sociedades tradicionales el individuo estaba tan sometido al control del grupo y su asfixiante red de costumbres y ritos que practicamente no existía; nadie tenía «vida privada». De hecho, la distinción público/privado es más bien moderna. Surge en la Europa reformista como una nueva forma de concebir el cristianismo: la de la relación íntima, privada, con Dios. Con esto no solo se evitaban guerras de religión entre estados, sino también, y paradójicamente, un control social más intenso: el Dios que todo lo ve y juzga se trocaba en la voz de la conciencia individual.

El problema surge cuando la sociedad moderna se va secularizando y el Estado ha de sustituir a Dios en el papel de Gran Hermano, materializando los atributos de la omnipotencia y la omnisciencia en los cuerpos de la policía y la burocracia. Ahora bien, esta vigilancia y administración de la vida de los individuos por parte del poder no es aún suficiente. Es un control meramente externo, y para que se parezca al control que ejerce la religión ha de ser también interno (el autocontrol del creyente) e incumbir a los pensamientos. Es aquí que entran en escena internet, las redes sociales y el Big Data, la nueva versión del «Ojo que todo lo ve».

En la sociedad del «panóptico digital», los individuos nos desnudamos voluntaria y alegremente ante el ojo del poder, e introducimos cada día en la máquina todo los datos que necesitan el Estado y el Mercado. Y lo que es más curioso: colaboramos, con no menos entusiasmo, en la vigilancia y control del poder. Como dice de manera muy gráfica el filósofo Byung-Chul Han, el smartphone que llevamos a todas horas encima funciona como el rosario o confesionario móvil con que nos examinamos constantemente a nosotros mismos y a los demás. Todos vigilamos a todos en esta iglesia global que son las redes sociales (Facebook es un ejemplo muy claro). El «me gusta» normalizador de conductas es el «amen» de la nueva religión digital que nos anima a comunicarlo y consumirlo todo. Así, nos damos con absoluta confianza a redes que sabemos que registran desde las opiniones políticas a las fantasías sexuales. Intuímos que salir de ellas supone la peor de las condenas por herejía o «idiotismo»: la irrelevancia social. Y, así, el control y comercio de nuestra intimidad tiende a ser total. Pero no por falta de legislación. Sino porque cuenta con nuestra absoluta y entusiasta conformidad. No se puede ser más felizmente sumiso.