Filólogo

Según las crónicas, en las iglesias cacereñas se producen sustracciones de objetos sagrados a manos de avispados meapilas aborígenes que en la penumbra de las iglesias, mientras se golpean el pecho, dan el golpe llevándose efectos de gran valía. El último beatífico ratero se apropió de un cáliz, bañado en oro, decorado en relieve con los doce apóstoles, casualmente preparado para celebrar misa. Esa cofradía de la mano larga dispone de cofrades que han arramplado también con la imagen del Niño Jesús que sostenía la talla de San Antonio, el Rosario de Santa Rita, y el candelabro del Santo Entierro, lo que revela un encendido fervor por el arte religioso.

El robo y despojo del lo artístico-religioso no es nuevo: hace tiempo sufrimos el desvalijamiento de las iglesias y ermitas de los pueblos, a mano de hábiles visitadores, que hicieron el agosto unas veces a costa de la necesidad de los párrocos y otras a costa de su ignorancia, dejando buena parte de la geografía extremeña, desmantelada de retablos, cálices y cuadros.

Y es también una heredad arrasada en todas partes por los dólares y los listos: clásica es la afrenta del ábside románico de la ermita de San Martín de Fuentidueña, Segovia, vendido y trasladado a EEUU y no menos clásica la venta del monasterio de Santa Maria de Ovila, Guadalajara, que fue vendido, embalado, y trasladado, por el súbdito norteamericano R. Hearst al castillo de San Simón en California, por citar solo dos de las bárbaras transacciones hechas. Los robos de objetos religiosos llevan detrás una pregunta que quema más que el fuego de la caldera de Pedro Botero: ¿Quién compra esos objetos consagrados? ¿Quienes son los peristas o anticuarios que los adquieren, los duermen, los lavan, los bautizan y los ponen, tras un prudente tiempo de despiste y latencia, otra vez en circulación? ¿No serán los hermanos mayores de la cofradía de la mano larga?