Con la entronización de Nicolas Sarkozy como sexto presidente de la Quinta República, Francia inicia un nuevo ciclo político caracterizado por la ruptura, al menos desde el punto de vista de la retórica, con el pasado inmediato. Y todo ello acuciado por la necesidad imperiosa de acometer reformas y la más que probable resistencia a su realización por parte de las oposiciones políticas y de los beneficiarios de la situación precedente.

Todo el mundo debe tener presente en este momento de inicio de la era Sarkozy que el mandato imperativo de los electores para el cambio es inequívoco, pero también resulta evidente que la fuerte personalidad del nuevo jefe del Estado y sus supuestas inclinaciones autoritarias -algunos las consideran directamente ´bonapartistas´ por recordar a Napoleón-- añaden un ingrediente de riesgo a la ardua empresa de modernizar un país, antes de la ´grandeur´ y ahora en declive relativo.

La reforma de las estructuras del Estado, que el nuevo presidente se ha comprometido a acometer desde primera hora, debe hacerse, sin embargo sin prisas, con mucho tino y mayor prudencia, sin alterar el pulso debilitado de la nación ni provocar las iras antiliberales o xenófobas que no han sido erradicadas por la elección. La liberalización del mercado de trabajo, la abolición de los privilegios profesionales, la estrategia de ley y orden frente a la delincuencia y la inmigración, frontispicio de su programa electoral y, sobre todo, la pretensión de meter el escalpelo en la pletórica, poderosa y anquilosada burocracia levantan ampollas y exasperan a los afectados. Todavía permanece fresco en la memoria que en el pasado reciente los planes reformistas provocaron estallidos de violencia que dieron al traste con las mejores intenciones. En su discurso inaugural, el presidente ha subrayado la urgencia del cambio, pero también los riesgos que entrañan las iniciativas. Si a todo ello se añaden las elecciones generales del mes próximo, no cabe duda de que su autoridad va ser sometida a dura prueba.

El horizonte no está más despejado en el exterior. El presidente pretende concertarse con la cancillera de Alemania, Angela Merkel, para sacar a la Unión Europea del atolladero institucional en que se encuentra sumida desde los fracasos de los referendos francés y holandés y subrayar la vigencia del eje franco-alemán, explicación de su perentoria visita a Berlín. Pero el camino de la ruptura y del revisionismo diplomático está empedrado de obstáculos, no solo en Europa, sino en Oriente Próximo. El abandono de la tercera vía de la independencia y el orgullo nacional, propugnada por el general Charles de Gaulle hace casi medio siglo, tan onerosa como atractiva, resultará insufrible para los que se reputan de guardianes de la ortodoxia del gaullismo, muy numerosos en el partido gobernante (UMP), en las élites del complejo militar-industrial y en los sectores sociales que encumbraron al nuevo presidente.