Hace algún tiempo un amigo me comentaba que la gente se puede clasificar por la forma en que come: unos comen con cubiertos, otros con palillos, otros con tortilla, otros con la mano y otros simplemente no comen. También podríamos utilizar otra división: los que comen a dos carrillos, los que apenas comen y los que no comen. Podríamos seguir jugando con estos conceptos de igual manera que el mago baraja las cartas para que siempre salga lo que él quiere. Pero por mucho que los mezclemos los datos serán siempre los mismos: alrededor de 2.800 millones de personas, esto es el 46% de la humanidad, viven por debajo de la línea de la pobreza que el Banco Mundial fija en menos de dos dólares diarios. Otros 1.200 millones, esto es el 44,4%, viven con menos de un dólar al día, esto es lo que se conoce como pobreza extrema. Cada año, unos 18 millones mueren por causas relacionadas con la pobreza. Esta pobreza, que abarca todos los rincones del planeta, convive con una riqueza en continuo crecimiento, es la de ese 15% de la humanidad que controla el 80% de la renta global. Todo esto no deja de ser cifras frías que, normalmente, nos dejan indiferentes. Por eso la pobreza hay que verla y sufrirla para entenderla.

XLAS COSASx serían distintas si tuviéramos un vecino, o un amigo al que se le hubiera muerto su hijo de malnutrición, o de una enfermedad como la malaria por no tener los tres dólares que cuesta el tratamiento. O un hermano que tuviera que trabajar catorce horas diarias en condiciones infrahumanas para conseguir dos dólares a la semana. La pobreza que vemos y queremos conocer es la que nos muestran los medios de comunicación social. Y estos han reducido la pobreza a un espectáculo de masa que compite en audiencia con partidos de fútbol, reality shows o prensa del corazón. Es verdad que ante las imágenes de Tsunamis, inundaciones, terremotos, huracanes,... reaccionamos, no nos quedamos indiferentes. Todos corremos al banco a depositar nuestro donativo o nos ofrecemos como voluntarios para la reconstrucción. Al cabo de un tiempo un periódico o una televisión nos mostrará la ciudad reconstruida, los hospitales funcionando,... Pero se olvidarán de decirnos que las condiciones de vida de la población no han cambiado, que los hombres y mujeres de la zona siguen tan ninguneados y explotados como antes. El show se acaba. Se apagan los focos y la banda de cooperantes y periodistas emigran hacia la nueva catástrofe de moda. Sin embargo nadie se pregunta cómo es posible que en pleno siglo XXI, con todo el progreso social, económico y tecnológico conseguido, con todas las convenciones de derechos humanos, todavía viva en la pobreza extrema la mitad de la humanidad. Tampoco nos planteamos por qué nosotros, los ciudadanos ricos de Occidente, que dominamos el mundo e imponemos nuestro sistema económico y de valores tenemos, desde el momento de nuestro nacimiento, unas posiciones de partida tan privilegiadas y diferentes a las de la mayoría de la humanidad. No queremos enterarnos de que la prosperidad que disfrutamos en nuestro Primer mundo está provocando el crecimiento de la desigualdad global. O, barajando de nuevo las cartas, que nuestra riqueza, nuestro bienestar, depende proporcionalmente del abuso y explotación de miles de seres humanos. Y así las cosas, ¿qué hacemos nosotros? Encender la tele, decir pobrecitos , dejar que el corazón se nos encoja, dar una ayuda, quedarnos con la conciencia tranquila, seguir con nuestros quehaceres como si la cosa no fuera con nosotros. Pero la cosa sí va con nosotros y no podemos enterrar la cabeza como el avestruz. Hay que dejar de poner parches y diseñar planes a largo plazo que ayuden a los últimos de la tierra a salir de su situación actual y coger las riendas de su propia historia.

Son muchos los puntos en los que nos podríamos centrar, basta con echar un vistazo a los Objetivos del Milenio. No dejan de ser otra declaración más de buenas intenciones pero ya se sabe que en Africa, por ejemplo, ningún país está en grado ni siquiera de acercarse un poco a estos objetivos. Como siempre falta la voluntad política de Occidente que no tiene ningún interés por erradicar la pobreza del mundo. Aunque lo más posible es que los Objetivos del Milenio se queden en papel mojado, siempre serán Pepito Grillo, una voz en nuestra conciencia que nos recuerde lo que prometimos hacer y no estamos haciendo. Nosotros, desde Sierra Leona, hemos optado por la educación, que es uno de los objetivos del milenio, como motor del desarrollo. En la zona del Tonko Limba estamos construyendo escuelas, ofreciendo educación primaria gratuita, dando becas para la educación secundaria y la universidad y pagando el sueldo de los maestros. El objetivo de todo esto es crear líderes, gente educada e informada que no tenga que depender de nadie que venga de fuera y dirija sus vidas, que sean ellos mismos los que decidan qué quieren hacer con sus vidas y con sus recursos naturales. Estamos a años luz de poder erradicar la pobreza. El solo pensarlo no deja de parecer una utopía. Y sin embargo hay que intentarlo. Hay que tender puentes que crucen el abismo que separa a los ricos de los pobres. Hay que ofrecer igualdad de oportunidades a todos los seres humanos. Pero no basta con lo que estamos haciendo en Sierra Leona o en otras partes del mundo. Son parches. Hasta que nuestros gobiernos no se impliquen de forma plena la pobreza nunca será erradicada. Por eso hay que seguir exigiendo y presionando a nuestros políticos para que de una vez por todas se tomen el tema de la erradicación de la pobreza como algo personal.

*Misionero Javeriano en Sierra Leona