El auge de los abominables juicios paralelos alcanzó recientemente niveles de paroxismo cuando una de las imputadas en la operación Malaya acudió a un programa de televisión blandiendo un tomo del sumario, a modo de estilete defensivo, a la vez que justificaba semejante desatino recurriendo al soniquete de que se había levantado el secreto del sumario . Y tranquila se quedó. Pero lo más curioso es que algunos de los periodistas que esa noche formaban terna en el programa rosa de turno, para no ser menos, esgrimieron de contrario otros documentos de la causa convenientemente seleccionados para apuntalar la condena mediática de la compareciente. El levantamiento del secreto del sumario, a lo que parece, habilita al justiciable para poder defenderse de manera privilegiada en uno o varios programas de televisión, cobrando a tal efecto unas cantidades con las que poder satisfacer en su caso la fianza, y a sus interpelantes para extraer toda suerte de conclusiones condenatorias sin temor a regla alguna que, siquiera sea por prudencia, le exija un deber de abstención derivado de la más absoluta ignorancia jurídica. El panorama, como se ve, se compadece mal con el entendimiento democrático de la Administración de justicia y se extiende por doquier: a unos periodistas se les antoja que en los explosivos del atentado del 11-M hay un determinado componente químico, y se ponen por montera toda una instrucción, tratando de imponer --que no proponer-- su tesis alternativa.

XSIN ANIMOx de dogmatizar, y menos de aburrir, debe aclararse que existen dos secretos del sumario --sí, he dicho bien, dos--: el denominado interno, recogido en el art. 302 de la Ley de Enjuiciamiento criminal (que impone el juez instructor a las partes y, por extensión, al común de los mortales, balbuceado por folclóricas, exalcaldesas consortes y periodistas poco avezados), y el externo --art. 301--, que se traduce en que las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral . Este secreto externo compele a las partes frente al resto del mundo e impone la obligación de no hacer públicos los datos que contenga la causa y que sean conocidos por razón de la profesión ejercida (abogados, procuradores, fiscales, funcionarios de la Administración de justicia, etcétera) mientras dure la instrucción. Es, desde luego, uno de los grandes desconocidos de nuestro derecho procesal, hasta el punto de que puede considerarse letra muerta: lo relaja quien quiere con toda suerte de intenciones más o menos confesables. Y poca esperanza tengo de que de una vez por todas se restañen sus añicos, por cuanto cualquier restricción en la materia sería inmediatamente calificada de ley mordaza, y ningún político se va a atrever a tomar cartas en el asunto. ¿Se imaginan una sobremesa sin Malayas o Farruquitos? El levantamiento del secreto interno debiera provocar en los interesados en la divulgación de noticias judiciales el choque de bruces con el externo; y ése, de momento, no está previsto que lo alce nadie.

De manera que el aireo de tomos de los sumarios es una práctica prohibida en todo caso y, además, con manifiesto fundamento, ya sea por ministerio del secreto interno o del externo. El poder judicial no debiera verse tan a menudo invadido por quienes, utilizando como único criterio el morbo, se permiten condenar o absolver de manera agreste y aficionada para conseguir una mejora en el índice de audiencia; son demasiados los intereses en juego como para exponerlos impúdicamente, y, además, de un calado democrático tan indiscutible como los derechos fundamentales a la presunción de inocencia, al honor o a la propia imagen. Y, lo que es peor, este manoseo del papel de oficio puede comprometer la independencia judicial, soporte básico del Estado de Derecho. Desde esta perspectiva, bien puede concluirse que, a pesar de las efemérides que quieran celebrarse estos días, la independencia judicial como manifestación principal del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías es una de las asignaturas pendientes de nuestra democracia y con demasiada frecuencia se relativiza su contenido. En la cuestión atinente a las relaciones entre medios de comunicación y Administración de justicia se han observado hasta la fecha demasiadas manifestaciones de un completo libertinaje que no tiene remedio aparente y que repercute en la estructura más elemental de la justicia aplicada.

Conviene por mi parte, además de describir lo que considero un desolador panorama, proponer alguna solución para el futuro. En primer lugar, es recomendable una mayor especialización de los medios de comunicación en materia jurídica, a través, por ejemplo, de iniciativas tan oportunas como el curso Informar en Justicia , desarrollado recientemente en Cáceres, y organizado por el TSJ de Extremadura. Además, se demanda un cierto fortalecimiento de la protección penal de la independencia judicial, anacrónica desde cualquier punto de vista en la actualidad. Y, por último --lo más importante--, es esencial el arraigo efectivo de normas periodísticas de autorregulación que dispongan unas reglas básicas de obligado cumplimiento, y que, en cualquier caso, como mínimo común denominador, respeten los derechos fundamentales mencionados en estas líneas. Si a ello le unimos unas dosis de sometimiento social a las resoluciones judiciales firmes, sin valoraciones ignaras posteriores, podrá decirse que se han sentado las bases para corregir un renglón torcido de nuestra democracia.

*Decano de Derecho de la Uex