Las consecuencias de la crisis económica están siendo socialmente tan devastadoras que no solo han roto en mil pedazos los sistemas políticos de muchos países, sino que han modificado notablemente el clima emocional de casi toda Europa.

En España, con ser relevantes la evolución del sistema bipartidista al multipartidista o la gravísima crisis catalana —directamente relacionada con la crisis económica—, lo más grave de todo es el conjunto de modificaciones del estado de ánimo colectivo.

Desde 2010 España es un país arrebatado por la rabia y la frustración. Esa corriente emocional desencadenó el ya histórico 15-M, convertido en hito fundacional de un nuevo país que, siete años después, sigue lejos de dar a luz. Aquel movimiento popular vehiculó temporalmente todos los sentimientos negativos de un país enfadado. Las transformaciones políticas que se produjeron después hicieron que amainaran las olas más agresivas del descontento social.

A medida que los problemas derivados de la crisis económica se han mantenido y agravado, y que los cambios políticos propios de un sistema multipartidista han generado más problemas de los que han solucionado, la indignación ha ido renaciendo silenciosamente con más fuerza, convirtiéndose en momentos puntuales en una furia que roza los comportamientos violentos.

En ese contexto hay que entender los desórdenes callejeros en Cataluña que tanto se parecen a la kale borroka, que algunos eventos feministas se anuncien con ilustraciones de cabezas de hombres cortadas y empaladas, que cada muerte de un niño a manos de un psicópata reavive el debate sobre la cadena perpetua o la pena de muerte, o que se produzcan cada vez más agresiones a figuras de autoridad (médicos, políticos, profesores, etc.).

La sociedad ha entrado en una fase crónica de profunda frustración que necesita de chivos expiatorios sobre los que volcarla, y cualquier acontecimiento traumático o injusto —casi siempre amplificado interesadamente por los medios de comunicación de masas— es una ocasión perfecta para dejar que la rabia se convierta en gritos que piden sangre.

No debería escapar a nadie que este estado alterado de conciencia colectiva es una bomba de relojería en el actual contexto sociopolítico: sistema multipartidista que incrementa la inestabilidad de los gobiernos, crisis económica sin clausurar con riesgo de nuevos terremotos financieros, profunda fractura territorial, grandes reformas pendientes sin llevar a cabo y permanentes cuestionamientos de todas las instituciones, con especial atención a un sistema judicial que es puesto en solfa un día sí y otro también.

Resulta alarmante escuchar argumentos pro-independentistas de no catalanes, basados en la idea de que como los jueces supuestamente no son independientes, está justificado que se incumplan las sentencias. Esta línea de pensamiento es común a numerosos activismos sociales, que cada vez apelan con mayor descaro al incumplimiento de las leyes con la excusa de que no son correctamente aplicadas.

Aunque seguramente está lejos de la intención de la mayoría de activistas que hacen suyos estos argumentos, lo cierto es que de forma indirecta se apela a una «ley de la selva» en que nadie estaría seguro y, desde luego, quien menos seguro estaría serían los más débiles. Se trata de apelaciones que en el fondo están dejando un espacio abierto a la violencia, sin mencionarla, y que cuestionan sin decirlo la propia esencia de la democracia, atentando contra ideas tan sagradas como la presunción de inocencia y el derecho de defensa.

España está en un momento emocional muy complicado que necesita de políticos responsables para ponderar el estado de ánimo colectivo. Subirse a las olas populistas que enervan las emociones de las masas es algo que la historia ya nos ha mostrado que puede ser letal. La política no está para eso, sino para lo contrario. Hacerse cargo del estado de ánimo popular no es identificarse con él, sino comprenderlo y gestionarlo. La política debe estar por encima de aquellos a quienes les interesa vender horas de televisión y de aquellos que vehiculan el sufrimiento a través de la furia. En este frágil estado de ánimo colectivo, cualquier chispa inesperada puede prender un estallido social incontrolable de consecuencias imprevisibles.