José Manuel Durao Barroso, único candidato en liza, fue reelegido ayer para un segundo mandato de cinco años como presidente de la Comisión Europea. Al alcanzar la mayoría absoluta requerida por el Tratado de Lisboa, pendiente del segundo referendo en Irlanda, el conservador y polémico político portugués salió airoso del trance y evitó la obligación moral de someterse a un nuevo escrutinio si hubiera obtenido solo la mayoría simple que exige el tratado de Niza en vigor. Su candidatura fue rechazada por diversos grupos que le reprochan tanto su liberalismo a ultranza como la tibieza de su europeísmo y la aparente sumisión a los imperativos de los grandes países. También dividió al grupo socialista, el segundo más numeroso de la Cámara, e incluso produjo una fisura entre los socialistas españoles al abstenerse en la votación los representantes del PSC.

Pese a que el grupo de centro-derecha, triunfador de las elecciones de junio, es el más numeroso del Europarlamento, Barroso tuvo que superar una carrera de obstáculos sin precedentes, animada por los socialistas franceses y alemanes, que puso además en evidencia el hundimiento del consenso entre los dos grupos político-ideológicos que presidieron los avances en la construcción europea. Los conservadores y cristianodemócratas están cada día más alejados del europeísmo federal de los padres fundadores, mientras que los socialistas no ocultan su frustración por los escasos progresos hacia una Europa más unida y solidaria, capaz de actuar con voz autónoma en los asuntos globales. La ampliación hacia el este y la crisis económica agrandaron las tendencias nacionalistas que socavan el proceso de integración y confirman la subordinación a los dictados de Washington.

Pese a haber logrado la mayoría absoluta, Barroso se encontrará con una oposición incapaz de fraguar una alternativa, pero dispuesta a combatirlo sin tregua. La debilidad del presidente de la Comisión no nace solo de su personalidad poco atractiva, ni siquiera de las maniobras entre bastidores en esta época de transición, sino de la crisis de identidad y crecimiento que planea sobre el proyecto comunitario y que adquiere especial resonancia en el hemiciclo de Estrasburgo, única institución europea elegida por sufragio universal. La entrada en vigor del Tratado de Lisboa, si los irlandeses lo permiten, y la formación del nuevo equipo de Barroso amenazan con eternizar la controversia que presidió su elección.