Si nadie lo remedia, más pronto que tarde va a entrar en vigor la enésima enmienda del Código penal que, en esta ocasión, endurece el régimen de sanciones penales para determinadas conductas peligrosas en el tráfico rodado. Esta materia es la única de todo el proyecto de ley de reforma del citado texto que, según me informan personas cercanas al Ministerio de Justicia, va a ser finalmente remozada; todas las demás se paralizan, por lo que parece claro que el objetivo del legislador es lo que se ha llegado a llamar --en el colmo del desenfoque jurídico de la problemática-- terrorismo vial . Lo periodísticamente goloso es que se establecen penas de prisión para quienes conduzcan vehículos de motor o ciclomotores a velocidad superior en 50 kilómetros por hora en vía urbana, o en 70 kilómetros por hora en vía interurbana a la permitida reglamentariamente, así como para aquellos conductores con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0,60 miligramos por litro de sangre o una tasa de alcohol en sangre superior a 1,2 gramos por litro. Vamos, que si en la Ronda Norte de Cáceres se circula a 130 kilómetros por hora y se es sorprendido, por poner un caso cercano, ya se adquiere la condición de delincuente. Y nada más que hablar.

SON MUCHAS --demasiadas-- las reflexiones que se pueden extraer de este panorama, pero destacaré las que entiendo más importantes. En primer lugar, se vuelve a recurrir de manera visceral al Derecho penal como método para la solución de los problemas, invadiendo éste áreas privativas del orden administrativo sancionador. Además, la anexión se produce de una forma prácticamente roma, pues solo una de las conductas previstas (la consistente, nada menos, que en observar el conductor un manifiesto desprecio por la vida de los demás) supera el umbral de los dos años que obliga a la entrada efectiva en prisión para el cumplimiento de la pena; el resto de las condenas pueden ser suspendidas, atendido el umbral punitivo impuesto en abstracto por la ley. Cuando el Derecho penal es predominantemente simbólico, y amaga, pero no da, genera en la sociedad una suerte de tolerancia burlesca nada deseable.

Pero, siendo desconcertante lo anterior, mucho más lo es la sustitución del juez por la máquina. Los resultados obtenidos por los medidores de velocidad y alcohol se constituirán en irrefutables pruebas de cargo que, por ministerio legal, no admiten matiz alguno, no quedando resquicio para la contradicción, ni para el desarrollo material del derecho a la defensa: el atestado cae como una losa sobre las togas, deshilachándolas sin más trámite. Los acuerdos entre las partes coadyuvarán a esta Administración de justicia de bajo perfil tan cómoda para el político, pero tan aberrante para la gran mayoría de los especialistas --esos sujetos tan incómodos--. Y si el control de velocidad no trae aparejada la identificación del conductor, como permite la legislación administrativa, el dueño del vehículo no sabemos si ostentará la condición de testigo o imputado y, en ambos casos, existen instrumentos legales para que guarde silencio, bien no denunciando si de un familiar se trata, bien, sencillamente, acogiéndose a su derecho a no declarar.

En suma, un galimatías jurídico que no atiende a la raíz del problema, sino a las consecuencias más fácilmente detectables y al enésimo uso abusivo del Derecho penal. ¿Para cuándo, por ejemplo, la imposición de restricciones en la obtención del permiso de conducir, de forma que no lo consiga cualquiera? Es muy fácil tolerarlo todo en ese momento, y después acudir al anuncio de penas de cárcel para asustar a la gente con tal conminación. Al fin y al cabo, pisotear el llamado principio de intervención mínima empieza a ser costumbre, sin que por ello hayan disminuido las cifras criminales observadas en otros fenómenos delictivos igualmente vidriosos para el político. Y me refiero, naturalmente, a la violencia de género.

La convergencia hacia el automatismo en materia penal ha comenzado y si resulta eficaz se prodigará sin empacho, aun a costa de la disolución progresiva del derecho de defensa y del desapego absoluto a las circunstancias concretas del caso. El carnet por puntos no ha servido y no se asume políticamente el coste de tantas vidas perdidas, sin que -eso sí- se haya producido ni una sola dimisión tras los balances trágicos de las vacaciones de Semana Santa y el puente del primero de mayo. La no asunción de las responsabilidades políticas comienza a ser proporcional al uso desesperado del Derecho penal. Pero, en esta ocasión, al legislador le ha saltado el radar.

*Decano de la Facultad de

Derecho de la Uex