TAtnda mi vecino con unas navidades amargas a las espaldas, de seguro en seguro para saber cuál le paga los destrozos causados por un pavo en su casa: "Mire, terremotos, atentados, y destrozos de pavos, son póliza aparte". Está indignado con los seguros, con sus hijos y esposa, y con la señora que trabaja en su casa. El caso es que el día 22 de diciembre a eso de las once de la mañana, Antonio, el repartidor de mensajería, le dejó un pavo vivo, regalo de una empresa que trabaja con él. Recogió el regalo la señora que trabaja en su casa y tal y como lo recogió, lo dejó en la cocina, junto a un polvorón para que comiera algo, y atado de patas. La señora se fue a las dos, su esposa estaba celebrando una pedrea que le había tocado en la boutique de su amiga Conchita, y sus hijos iban por las calles de Badajoz tirando petardos y camino del botellón del Paseo Fluvial para celebrar los seis suspensos que cada uno había sacado en la primera evaluación. Todo muy navideño como corresponde.

Debe ser que el pavo con las calorías del polvorón se soltó las patas y decidió deambular por el piso de mi vecino picando por aquí y por allá. Picó, defecó, se subió a la televisión de plasma, picó el plasma, arregló el Belén de Lladró cortando varias cabezas de pastores, hizo algunos intentos de anidar en la estopa del sofá, y metió el pico en los enchufes hasta sacar humo. Mi vecino regresó a las ocho de una comida de empresa de última hora, cargado de salud y sin que le tocara un duro de lotería, y al abrir la puerta se le vino encima un terremoto disfrazado de pavo. Y ahí sigue, evaluando, esperando a peritos y pensando cómo meterle caña al pavo que se ha adueñado de su sofá.

*Dramaturgo y directordel Consorcio López de Ayala