TEtn estos días, los medios de comunicación volverán a repetir las imágenes de chicos y chicas, agobiados, a punto de entrar en las aulas para examinarse de selectividad. Y volver a preguntarme para qué sirve semejante pantomima que está a años luz de lo que un buen sistema educativo debería plantearse a la hora de asesorar a sus alumnos sobre la dirección de sus estudios universitarios.

La vocación de un joven que ha terminado su bachillerato no debería estar limitada por un simple acertijo a la hora de responder a unas preguntas o al estado de sus nervios ante esas preguntas. Si la vida profesional de uno está supeditada por una nota o corte o el número de personas que coinciden con sus deseos, estamos aviados. Pienso que falla la coordinación entre qué tipo de profesionales necesita el país y las plazas a ofertar. No vale llegar al último año de bachillerato con el saco de ofertas y demandas cerrado y abrirlo a la hora de examinar. Se trata, como todo proceso serio, de algo que debería irse ofreciendo con los años, poco a poco, con varias alternativas de elección, basado en las necesidades reales, sujeto a lo que la realidad laboral vaya indicando, y en permanente conexión con organismos y administraciones.

La escuela o el instituto no deben seguir de espaldas a la realidad social, laboral y económica de España, y la universidad menos. Puede ocurrir que esos chicos satisfechos por una buena nota, alcancen a matricularse en lo que soñaron, y que el sueño, al final, sea un simple sueño, porque jamás podrán ejercer aquello que deseaban. Puede ocurrir y ocurre. En medio, años y años de enseñanza para nada. Y un examen que les quita cualquier sueño.

*Dramaturgo