Filólogo

El interés de los centros educativos por mantener un nombre es sano. Si el centro es privado, ese interés pasa a ser el primer objetivo del ideario del colegio, porque de ahí vienen luego muchas solicitudes de ingreso. Todos entenderíamos que la competencia de estos centros se fundamentara en la eficacia de los métodos y en la preparación profesoral. Pero según cuentan, algunos, para mantener el título de centros punteros cargan la fuerza de la excelencia en el examen de selectividad. El colegio ha de quedar el primero en tal prueba y si para ello han de sacrificar a varios alumnos, se sacrifican. El método consiste en proporcionar un suspenso casi masivo en la última evaluación al alumno que durante el año haya suspendido una o dos evaluaciones, y que bien pudiera, en un día de buen ángel, pasar perfectamente la temida prueba. Siendo excelente que todos los colegios queden los primeros, no lo es tanto que eso se consiga a base de sacrificar ciertas fragilidades en una edad a la que le sobran las fragilidades. Tal proceder no será reconocido, aunque es sumamente fácil demostrar, con nombres y apellidos, los alumnos y padres que lo sufren.

Tal vez sea éste el sitio para recordar que los derechos individuales son siempre individuales por su dimensión moral y que no pueden supeditarse ni a los más decentes proyectos de derechos colectivos. A esos alumnos masivamente suspendidos se les conculcan por una estrategia casi comercial y unos reclamos estadísticos en un marco esencialmente deontológico. ¿Qué hacer ante un colegio con tan intenso deseo de excelencia, encerrar al alumno en verano en un internado, coger cien profesores particulares, o repetir?

Lo más grave es el bofetón que el alumno, apenas se asoma al exterior, recibe: ahí nacen muchos resentimientos y muchos desdenes por los colegios punteros, que seguramente no recogerá ninguna estadística.