THtay un cuento de Quim Monzó que me fascina, quizá por su capacidad de adelantarse a lo que estamos viviendo. En él, una familia que sale a comer, pasa todo el tiempo haciéndose fotos, sin apenas hablar o contemplar el paisaje. Tras la vuelta, se sientan en el salón y disfrutan viendo las fotos, como si estas, y no estar juntos, fueran el objetivo del viaje. Si la tontería era el mal del siglo, ahora la tecnología se lo ha puesto mucho más fácil. Cualquier persona con un móvil en la mano se convierte en fotógrafo profesional, y reportero de celebraciones y encuentros varios. Y por supuesto, lo cuelga en sus redes sociales, quieras o no quieras, no vaya a ser que el mundo se pierda conocer sus pasos, y de paso los tuyos, mal que te pese. De esta imbecilidad manifiesta, de esta necedad inculta que algunos muestran ante monumentos, cuadros o vistas espectaculares (primero, la foto, y luego vemos la exposición o el museo), se ha pasado a la estulticia de los selfies. Esta soy yo en Madrid, y esta soy yo también en Cuenca y así hasta el infinito. Lo importante no es la torre de Pisa o el color del atardecer sino yo delante de ellos, yo multiplicada en poses bobas y pueriles o supuestamente modernas, hasta el punto de que viendo las fotos apenas se puede recordar dónde se estuvo, qué se vio o cómo era el ambiente. Y además, el anglicismo, cómo no.

Un selfie no es lo mismo que un autorretrato, aunque lo sea. Eso se lo dejamos a Rembrandt, por ejemplo, que era un antiguo. Hacerse un selfie es como echar verdura a los gintonics. Una tontuna más para la cuenta sin fin de lo que pasará de moda. Afortunadamente.