Filólogo

Como a tantos ciudadanos, me ha tocado quedarme estos días. Este trasiego de amigos y familiares semanasanteros, que van y vienen, es agradable moneda de cambio que permite disfrutar otros paisajes y asentar relaciones. Me quedé en Cáceres y cumplí con el deber hospitalario de mostrar nuestro entorno cultural, económico y social a un amigo. Y aunque está dicho muchas veces, no deja de sorprenderte nunca el efecto que proporciona al visitante la contemplación pausada de nuestra ciudad monumental. Pero no solo eso. A ese prodigio de piedra uno debe añadir el encanto de esta ciudad, el de sus gentes llenando las calles en paseos mañaneros y tomando los vinos, despreocupadamente, solazadamente, con amigos y familiares, para acudir por la tarde, si empareja, a la castiza procesión de los tambores y los feísimos romanos.

Era igual, a mi amigo le encantaba todo y parecía un niño en día de Reyes. Disfrutaba, jubiloso, de cuanto nos sucedía: el encuentro con mis conocidos, sin que él tuviera referencias de ellos, lo celebraba con generosidad; manifestaba una alegría radiante y profunda que se traducía en cierta desmesurada obsesión por ir y venir, ver y contar, hablar, disfrutar y abrazar.

Lo único que mi amigo no podía ocultar eran ciertos tics y ciertos gestos: por ejemplo, continuamente miraba hacia atrás, como si hubiera visto a alguien conocido; cuando entrábamos a los bares, buscaba siempre la pared del fondo, vigilando la puerta; en el restaurante no dejaba de espiar el entorno e inspeccionaba alertado. Mi amigo ha venido a pasar la Semana Santa conmigo, pero no ha podido dejar en el País Vasco las graves secuelas que le dejó ETA cuando asesinó a dos de los cinco compañeros que tiene el grupo político al que pertenece. El sabe muy bien que ya quedan tres, pero yo le he dicho, con toda la pasión de que he sido capaz, que el año que viene cuento con él.