A tenor de la información periodística que se nos ofrece, los agentes de la Policía Judicial encargados de aclarar la muerte del alcalde de la ya famosa localidad de Fago están invitando a los vecinos de esta localidad a colaborar con la investigación sometiéndose a las pruebas de ADN. Probablemente, los profanos en derecho pensarán que esta diligencia trae causa de alguna disposición legal que lo autoriza, y que es normal, y hasta aconsejable, que un ciudadano se constituya en sospechoso por el mero hecho de que un convecino haya aparecido muerto con signos de violencia. La instalación en la conciencia colectiva de este pensamiento me resulta especialmente peligrosa, por cuanto la verdad en el proceso penal no debiera obtenerse a cualquier precio --magistral frase del desaparecido Enrique Ruiz Vadillo --, ni menos comprometiendo de una forma tan simplista el derecho fundamental a la intimidad de esos sospechosos postizos.

En este sentido, observamos como en la práctica diaria se siguen lesionando derechos fundamentales de los justiciables como consecuencia de un entendimiento manifiestamente funcionalista del proceso penal, sobre todo durante la instrucción de las causas. Resulta sorprendente que a estas alturas todavía se acaben declarando nulas las pruebas obtenidas a través de unas escuchas telefónicas o de un registro domiciliario, pero la realidad judicial es tozuda y, según acabamos de comprobar con el suceso de Fago, la falta de garantías procesales para los investigados no encuentra límite. Ahora, en procesión, los habitantes de una pequeña localidad subvierten el orden lógico de las cosas en un Estado de Derecho y demuestran su inocencia uno a uno; el que no lo haga, es el culpable. Como en el Cluedo, la Policía Judicial cree saber que el homicida, con seguridad, está en el tablero.

XEN NUESTRAx jurisdicción penal la inocencia, como regla general, no se demuestra; es la culpabilidad la que exige probanza. Y, desde luego, si alguien se quiere someter a una prueba como la de ADN que compromete su intimidad personal, lo hará sobre la base de que existen unos mínimos indicios que le convierten transitoriamente en sospechoso de haber cometido la infracción penal. Vivir en el mismo pueblo que el fallecido no puede suponer, sin más, indicio de esa clase, y la práctica es materialmente posible por el escaso número de habitantes; esperemos que la sorprendente pesquisa no se extienda a poblaciones más ricas en habitantes para no colapsar ni los cuarteles ni los juzgados. De todos modos, no lo descarto.

Vivimos la época de un Derecho penal expansivo, que comienza a impregnar la vida de las personas y convierte a los especialistas de esta disciplina en los administradores del maniqueísmo. La seguridad sigue anexionando terreno a la libertad, y cada vez nos sorprenden más controles, más cámaras y más intervención estatal en lo cotidiano. No conviene someterse a esta regla. Que la investigación de los delitos tenga límites anudados al ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas es una saludable servidumbre que las democracias deben aceptar sin estridencias; la violación de estas garantías para el descubrimiento a toda costa del culpable es privativa de los estados autoritarios. Y, admitámoslo, ostentar con tanta ligereza la condición de sospechoso de un delito grave, hasta el punto de tener que consentir una ingerencia tan gruesa en la intimidad, es un método de esclarecimiento tan burdo como carente de un mínimo pedigrí democrático. La inconsistente posición procesal de sospechoso no debiera satisfacerse, en suma, con la convecinidad, sino que exige la comprobación de la existencia de algún indicio añadido.

Falta menos para encontrar al culpable. O quizá no se le arreste nunca. La sociedad demanda una detención inmediata, y los encargados de la investigación no quieren soportar el estigma de la falta de sagacidad. Causaría tranquilidad, en efecto, verle recluido en prisión; pero también que los responsables de la cadena de custodia de los datos obtenidos con las pruebas de ADN practicadas los escondan como merecen, sin ingerencias de terceros. Un homicida anda suelto, pero mucha información íntima también. En una democracia, todo lo relacionado con los derechos fundamentales es importante. El homicida, que se revele; la información, que se esconda. Y la investigación de los delitos, de una vez por todas, que no se improvise, sino que se someta a las reglas constitucionales que reconocemos como válidas.

*Decano de la Facultad de Derechode la Universidad de Extremadura