Con el calor que nos barre estos meses, caprichoso y abrasivo, la ficción es un refugio siempre bienvenido. Quién no ha escapado de la tiranía del asfalto urbano adentrándose en una sala de cine, oscura, dotada de potente aire acondicionado y con una promesa de entretenimiento. O puesto bajo el manto protector de ventana y ventilador con las hojas de un libro para refrescar cuerpo y alma. Todos unos clásicos estivales.

Hay un efecto propio de la ficción que es la «suspensión de incredulidad». Cuando nos adentramos en el relato, dejamos atrás nuestras convicciones, nuestro sentido crítico y «suspendemos» creencias sobre realidad o verosimilitud. Y así nos creemos lo que leemos o vemos y nuestro cerebro nos permite disfrutarlo. Por el bien de la narración (y nuestro) hacemos una tregua y tragamos con ello.

En la ciencia ficción, que de entrada en su superficie nos enfrenta a un salto crítico, esto va más allá y se llega al «sense of wonder». Ya no son sólo las barreras de nuestro sentido común, sino que damos un paso más: sabemos que los coches no vuelan y los dragones no existen. Las espadas láser (lástima) no se venden en nuestros centros comerciales. Pero nos permitimos una reacción emocional frente a algo que, sabemos, no es real. Lo vivimos con una anestesia sensorial autoinoculada.

La prolongación del poder crea una especie de sensación parecida a ese «sense of wonder». Abona un terreno donde lo irreal se convertible en realizable por los propios mecanismos del poder. Porque las barreras lógicas para evitar desmanes parecen, por arte de magia, lejanas y difusas. Es la invasión de la impunidad. Ya decía Lord Acton que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente».

Este artículo nace o se origina (vagamente) por Villar y el cortijo creado en la Federación española de fútbol. Pero es poco más que una excusa o un pretexto: el ejemplo, por peculiar que sea, no significa algo más que pintarle una raya más al tigre. Nada de lo revelado hasta ahora acerca de las cloacas del mundo del fútbol se escapa a una comparación -línea por línea- de relatos similares en la política o la empresa, en sectores públicos o privados.

Tenemos tantas y tan cualificadas pruebas de que el mantenimiento de estructuras de poder a largo plazo acaba desconectando a sus poseedores de la realidad y desvirtuando los (voluntariosos) objetivos iniciales, que lo que verdaderamente extraña es que no consigamos parar el fenómeno.

No nos suena ajeno oír la desvergonzada declaración de algunos en banquillos, sofás de plató u otros púlpitos de gran cuna, argumentando que nada de lo que hacían estaba mal, que era normal, usual. No ven el reproche, no ya criminal sino meramente moral. Y es porque realmente lo creen así. Miren las «black» de Bankia: el regalo más democrático de nuestras mamandurrias, casi un resumen perfecto de nuestra sociedad. De derecha a izquierda. De arriba abajo.

Ocurre que el empirismo de estos datos quiebra justo minutos después de darte cuenta que quiénes pueden llevar a cabo el cambio tienen poco interés en ser eficiente con los recursos. Muy a menudo porque no han generado un solo maravedí (no digamos euro) de esos recursos. De buenas promesas de regeneración están los cementerios electorales llenos.

La razón última puede incluso no estar ahí, sino en todos los que nos hemos aplicado, de serie y sin remisión, esta «sensación de incredulidad». Por ejemplo, en el ‘caso Villar’ todo el mundo ‘sabía’ lo que ocurría: políticos, periodistas, jugadores, federaciones. Y han sido 29 largos añitos del angelito repartiendo favores y colocando peones en beneficio propio. No está mal.

Estamos tan de vuelta de todo que su impunidad encuentra eco perfecto en nuestra pasividad. Saludamos cada caso nuevo de corrupción como el soldado veterano que ha visto cosas que no creeríamos, con la sabiduría popular de que es algo que debemos sufrir para que todo funcione. Y no, no es así.

No podemos delegar nuestra acción al voto cada ‘x’ tiempo o a vivir en la queja exclusiva de lo que nos afecta. La prolongación del poder en España está sustentada, sí, en nosotros. Al menos la justicia ha hecho honor a su representación gráfica, y gráfica se niega a ver relatos y comprar suspensiones y realidades. Y eso sí es un buen relato.