Nadie tiene que ser criminalizado por su forma de amar, ni por a quién ama o por dónde lo ama. Tenemos un mundo en el que el odio es una moneda de cambio tan utilizada que las fobias sexuales solo añaden más desazón a una existencia ya de por sí complicada. Dicho esto quiero comentar que los desfiles del orgullo LGTBI --nuevas siglas que parece que se van a imponer-- me resultan excesivamente barrocos, cansinos y delirantes. No entiendo que para afirmarse sexualmente haya que ir hecho un mamarracho o mamarracha. Los excesos en cualquier sentido son un error. A lo mejor ahora me lapidan por esta afirmación, pero si no lo digo reviento. Prefiero poner el acento en la discriminación horrible que sufren muchos niños por su condición sexual, con compañeros que los machacan, se burlan o les dejan mensajes llamándoles «maricón» en la mesa. Eso era en mis tiempos, ahora en la época de las redes sociales ni me imagino lo que harán.

Muchos homosexuales rurales que durante la dictadura de Franco fueron perseguidos sin piedad, tuvieron que vivir, e incluso ahora también, lo que ellos llaman el «séxodo», es decir, esperar a la mayoría de edad para escapar de sus pueblos a Madrid donde el nivel de tolerancia es mayor y salir del armario poco a poco, en sus círculos de amistades. Durante los años ochenta, con la irrupción del sida, el colectivo gay vivió unos momentos muy difíciles y perdió mucho vigor.

Los esfuerzos se concentraron en otras necesidades más urgentes. Los homosexuales españoles han pasado de la clandestinidad a la visibilidad, pero la actual igualdad legal no se traduce en una aceptación social y desgraciadamente sigue habiendo palizas, acoso y discriminación según qué sitios, especialmente en el ámbito rural. Vaya mi apoyo incondicional al colectivo LGTBI, pero me gustaría que los esfuerzos se centraran en conseguir la igualdad real total y no en patochadas, carrozas y mascaradas que solo inciden en el tópico y no en atajar los problemas reales.

Refrán: El amor no daña. El odio sí.