Parece ser que fue Cayo Julio César quien dijo que «la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo». Esta frase ha quedado para la historia como el paradigma de la relación entre realidad y apariencia y, más concretamente, de la necesidad de acompasar lo que uno es con lo que uno parece que es.

Quizá no está suficientemente escrita la historia social de la política, es decir, el relato de cómo han ido evolucionando las formas políticas, más allá de las ideologías y de las organizaciones sociales. Si esta historia estuviera escrita con amplitud y rigor seguramente podríamos comprobar que la evolución de las ideas de «ser» y «parecer» tienen mucho que ver con la evolución ética de las sociedades.

No contar con esa historia social de la política nos obliga a partir de nuestras propias vivencias que, por otro lado, no son menos valiosas que el estudio de la historia. Así pues, a nadie se le escapa, por ejemplo, que si antes era un motivo de desprestigio «pasarse de listo» (es decir, parecer más listo de lo que se era) ahora, para sobrevivir, es casi imprescindible «hacerse el tonto» (es decir, parecer más tonto de lo que se es).

Esto denota la evolución intelectual y cultural de la sociedad en el último medio siglo, y pone encima de la mesa una de las cuestiones clave que está determinando la política contemporánea. Los líderes que han dominado y dominan la política (el mejor ejemplo es quizá Mariano Rajoy) han pasado siempre por personas mediocres que en realidad eran inteligentes, pero que tuvieron que parecer tontas para llegar donde estaban. La sociedad ahora se siente agredida por las personas inteligentes, y quienes han tenido éxito han sido aquellas que nunca lo parecieron.

Otra cosa que vende mucho es la humildad. Aunque sea aparente, eso da igual, pero la sociedad no soporta a las personas seguras de sí mismas, que saben lo que quieren y lo que no quieren, que pisan fuerte, que eligen a las personas válidas y se alejan de las que no lo son; la sociedad española contemporánea prefiere personas débiles, que bajen la cabeza, que parezca que a todo el mundo consideran y que ponen ojitos de sumisión ante las preguntas de los periodistas.

El mejor ejemplo de ello es Pablo Iglesias, cuya soberbia es quizá su principal defecto, advertido por todos los asesores, y trata de ocultarla bajo una falsa modestia que nadie se cree, arqueando las cejas artificialmente y verbalizando continuamente la palabra «humildad» para tratar de compensar lo que su lenguaje corporal delata sin necesidad de que abra la boca.

Pero el principal problema de Iglesias no es que sea una persona tan segura de sí misma que puede generar antipatía, sino que intenta parecer lo que no es, y eso es mucho peor que cualquier otra cosa. Es posible que la sociedad actual no soporte, por su propia fragilidad, a las personas seguras de sí mismas, pero aún es peor falsear lo que eres.

Dicho de otro modo, y resumiendo: en política siempre hay una distancia entre lo que parece y lo que es, siendo lo ideal que esa distancia se acorte lo más posible. Por otro lado, la sociedad actual ha impuesto apariencias contrarias a las de antaño: si antes era veneno para las urnas parecer tonto y parecer débil, ahora resulta peligroso parecer listo y parecer fuerte. La mezcla de ambas cuestiones obliga a la ciudadanía a preguntarse permanentemente sobre aquello que está votando, en lo que concierne a los liderazgos de los grandes partidos.

El empeño de los asesores de imagen y gurús de la comunicación política por hacer parecer a los líderes aquello que no son es un intento siempre fallido, pues cada persona transmite lo que es de forma inevitable mediante la comunicación no verbal. Por eso lo importante no es tanto obsesionarse por la imagen como obsesionarse por la ideología, que es lo que, al final del camino, determina la buena política de la mala, sea política de la nueva o política de la vieja.

Y es ahí, en la ideología, en la ética, en la gestión, en la política con mayúsculas, donde la apariencia no puede sostenerse durante demasiado tiempo. Es la realidad la que flota como el corcho. Y esta cuestión va a ser determinante en la política española de los dos próximos años.