La detención en la noche del pasado lunes de Radovan Karadzic en la periferia de Belgrado tiene una primer lectura política en la que coinciden todos los observadores: facilita el camino de Serbia hacia la Unión Europea y serena los espíritus de las víctimas de sus fechorías. Pero, al mismo tiempo y como ha ocurrido en casos anteriores, plantea muchas dudas en cuanto a la pulcritud jurídica de la más que probable entrega del arrestado al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia con el fin de que sea juzgado por varios delitos de genocidio y de lesa humanidad. Al mismo tiempo, la captura de Karadzic obliga a preguntarse por cuáles serán los límites del empeño europeo a la hora de pedir responsabilidades a los matarifes de la guerra de Bosnia (1992-1995): ¿acabarán las pesquisas en los nombres más conocidos --además de Karadzic, el general Ratko Mladic y el serbocroata Goran Hadziz-- o se perseguirá a quienes ejecutaron materialmente las matanzas en Sarajevo, Srebrenica y otros lugares sometidos a la arbitrariedad y el martirio?

A la espera de que se pronuncien los jueces, pocos dudan a estas alturas y después de que el mundo haya tenido cumplida noticia sobre la implicación de Karadzic en la carnicería desencadenada contra la población bosniomusulmana, pero las dimensiones de la tragedia no pueden ocultar el hecho de que, precisamente por la profundidad que tuvo, resulta harto simplificador suponer que la responsabilidad termina en unos pocos indeseables, por muy notorios que fueran. El paroxismo nacionalista que se enseñoreó de los Balcanes contaminó a una parte importante de la sociedad serbia (prueba de ello es que junto a manifestaciones de júbilo por su captura ha habido otras de protesta), y es irreal suponer que, sin la existencia de una red de complicidades muy extendida, Karadzic hubiera podido rehuir la acción de la justicia durante 12 años.

De eso a deducir que debe prevalecer el principio de la persecución infatigable del delito sobre la reconciliación y la reconstrucción de dos sociedades desquiciadas --la serbia y la bosnia--, media un abismo. Más bien parece que, en aras de un aterrizaje suave de Serbia en la Unión Europea, se ha optado por acotar los grados de implicación, aunque siempre habrá quien podrá esgrimir justificadamente que, una vez más, los intereses han servido de cobertura a la impunidad; de que la justicia ha tenido que dejar paso a la salida política.

En todo caso, no será una situación ni nueva ni diferente a la vivida en otros momentos de la historia de Europa, señaladamente en los años que siguieron al final de la segunda guerra mundial, en que los países destrozados por la contienda tuvieron que elegir mirar adelante al precio de que muchos responsables de la tragedia se fueran sin castigo. Como entonces, el respeto a la dignidad de las víctimas no depende de las sentencias que recaigan sobre sus verdugos, sino del reconocimiento al sacrificio que debieron soportar quienes quedaron atrapados en una guerra atroz que Europa no tuvo el coraje de atajar.