Hace poco leí Un señor de Washington, un libro en el que su autor, Pedro Menchén, narra sus viajes por España en compañía de su amigo el traductor David Allan White, un tipo descomplicado que pasaba menos tiempo mirando los lugares de interés que visitaban que consultando los mapas y callejeros donde aparecían dichos lugares. Al parecer le resultaba más sugestivo el monumento sobre el papel --es decir, narrado-- que en vivo...

El tema no es nuevo. La pedagoga Mar Romera nos pregunta: ¿Fuiste a la Torre Eiffel para disfrutarla o para subir la foto a Facebook?

Algunos achacaban a Hemingway que se esforzara en vivir situaciones límites para poder contarlas luego. Al margen de ciertas aventuras artificiosas, recuerdo que sufrió dos accidentes de aviación en los que, de no acompañarle la suerte, no hubiera podido contarlo. Por suerte salió ileso y pudo narrar su vuelta a los ruedos en Las nieves del Kilimanjaro.

Somos seres narrativos, «seres de papel», expresión con la que Roland Barthes se refería a los personajes de todo relato, incluido el propio narrador. No por casualidad, García Márquez tituló sus memorias Vivir para contarlo. El gran escritor vivió lo suyo, pero su vida estaría incompleta si después no la hubiera resumido negro sobre blanco.

Violadores, gamberros o maltratadores que graban con el móvil sus fechorías, ladrones que suben a YouTube los videos de la última casa desvalijada, gente que muestra en Instagram el plato de comida aun antes de empezar a dar cuenta de él...

Desde las primeras tablillas sumerias (hace más 6.000 años) en las que los padres de la civilización anotaban sus recibos hasta las modernas tablets que nos permiten compartir qué hemos desayunado con millones de desconocidos, el ser humano no ha hecho sino contarse a sí mismo, hasta el punto de que no se sabe si vivimos para contar o si contamos para tener algún motivo de seguir viviendo.