Escritor

Quizá cuando pasen por nosotros un puñado de años, de todos los cantantes que han levadurizado entre los setenta y los noventa sólo quede memoria de Serrat y de Sabina. De los otros habrá una canción, un estribillo, una anécdota, pero acudir a Serrat o a Sabina será como acudir al viejo Romancero, a las letrillas de Lope: destapar el tarro de los aromas de generaciones viejas. Y el caso es que entre ambos hay un mundo de disimilitudes, el mismo que dista a la inocencia del desencanto. Porque ahí es donde veo yo el genio de estos dos cantantes. A su modo, cada uno ha versificado la sustancia de un tiempo apenas distante entre sí, pero lejísimos en lo que atañe al modo de vibrar y de amar y de enfrentarse a la vida. Serrat es el cantor del amor becqueriano, el hermano mayor que nos enseñaba a hurgar en libros de doble lectura, un novio que se resignaba a devolver a su chica antes de que diesen las diez, y que luego aplicó la misma templanza para educar a los locos bajitos que le iban naciendo; Serrat fue un revolucionario sensato, quizá porque pertenece a una época en la que tampoco se consentían demasiadas estridencias. Lo de Sabina es otro cantar. Siendo como es un altísimo poeta, nadie lo querría por yerno, ni siquiera de vecino. Como artista es una alondra urbana, el cantor del amor mercenario, el que puede sin pudores mezclarse con los golfantes que en una noche de farra le robaron el reloj y la cartera, para luego acabar con ellos de putas y de cocaína por los tugurios del Madrid más truculento. Sabina recoge en sus canciones la espuma de una generación ya esquilmada de ilusiones, el desencanto de quienes malviven en el corazón de ciudades que no entienden de piedad ni ternura.

Si Serrat quebraba su voz como un hielo al clarear, lo hacía por un amor aprendido en los libros de Machado y de Hernández; pero a Sabina la voz sólo se la quiebran los excesos y con ellos se ha ido ganando la palma del poeta del tedio, los laureles del genio de la perversión que igual atina a ensalzar a la confusa Magdalena de un burdel de carretera que al vomitivo Torrente o al ladrón de un furgón blindado. Sabina, en cualquier caso, es un magnífico juglar de los tiempos que corren, y aunque él habría preferido embucharse en la vitola de un poeta maldito --y por eso tal vez persiste en su pose de niño terrible de juglaría--, la vida le ha llevado por otros derroteros, y lo ha condenado al éxito.

Yo me confieso admirador de ambos por igual. La voz de Serrat me lleva al paraíso de mis años más amables, a las primeras copas en vaso largo, a una noche y a un parque y a los labios de una mujer que, con ser una bella historia de amor, nunca se llamó Lucía. Son los años en que nuestras vidas atravesaban los primeros umbrales de una transición que prometía milagros a la vuelta de cada esquina, y al doblarla sólo encontramos butroneros.

Los versos de Sabina, sin embargo, saben ya a tabaco y a preservativo; sus canciones son las que se escriben con el corazón amojamado, con la pluma aún chorreante de lágrimas que le brotan a los espejos traicionados o cuando ya apenas si quedan secretos en las cajoneras del entendimiento. Aun así, si yo fuera Fausto o Dorian Gray, sólo trocaría mi porción de eternidad a cambio del talento de cualquiera de estos dos poetas de lo cotidiano; pero siempre que lo intento o ha salido el tranvía o las musas han pasado de mí.