La buena señora no quería salir. Le quedaban tres años y un día,… y el día era hoy. Calor. La galbana se le había colado por la gatera. Primero se le sentó en el sillón de orejas. Luego se le metió en la cama. Las dos, ella y doña Galbana, sesteaban empapadas en sudor. Indolentes las dos. Por un momento pensó que era bello no pensar. Y dejó de pensar.

Cuando despertó seguía haciendo calor. Plomo fundido. Le dolía la espalda. Cerró los ojos y le tomó la temperatura al aura que la envolvía. Calor, pensó. Y dejó de pensar otro ratito.

Cuando abrió los ojos, uno detrás de otro, por su orden, sintió las sábanas mojadas, entumecida el ánima. La galbana seguía ahí, acostada como un perro del infierno a los pies de la cama, buscando el tenue alivio del piso. Pensó en escapar. Dejar que ella siguiera durmiendo y que se muriera sola la muy perra. Pero estaba tan cansada…

Recordó a su padre. Hule, gazpacho y mortero. Si su padre estuviera allí mataba a la galbana. Su padre era buen cazador. La mataría aunque fuera a mordiscos. Su padre, aquellas tardes de verano, sesteaba en el patio. De tanto en tanto recogía alguna breva de la higuera y bebía vino a morro. Los ojos cerrados y en la mano derecha dos dados. En un rincón la escopeta. Cuando su padre se secaba el sudor lo hacía con un pañuelo blanco siempre inmaculado. ¿Dónde estará aquel pañuelo? ¿Y la escopeta? Si tuviera una escopeta podría ella misma matar a la galbana. Y despertar del todo. Y beber gazpacho. Y salir, en cuanto anocheciera, a la fresca de la calle en cuesta. Cruces de mayo, tardes de junio en cruz. Clavados de calor a la cal. Si su padre viviera… estaría allí, al otro lado de los visillos, tras la reja, bajo la parra, junto a la higuera, secándose el sudor con el pañuelo blanco que su madre le planchaba. Pero ya no pudo pensar más, la galbana, al respirar, se le metió dentro y le quemaba las tripas. Estaba aturdida. No recordaba bien si su padre vivía o había muerto. Oyó ruido en la cocina. Quizá su madre estuviera planchando,… pero su madre sí que estaba muerta. Veinte años encerrada al sol de los atardeceres en un nicho que miraba al sur. Un nicho de cuarta. Cuarta planta. Cuarta calle. Sol de primera superior. Veinte años… o quizá más. Eran ya muchos veranos al sol.

Una leve brisa aleteó en los visillos. La calle aún humeaba. Ni perros ni niños. Tenía sed y los pies descalzos. Su padre le decía: «No andes descalza, hija». Si su padre estuviera allí, tras los visillos, secándose el sudor con su pañuelo blanco, le traería un vaso de agua fría. Y mataría a la galbana. Le llamó dos veces. «¡Papá! ¡Papá!» Nadie contestó. Quiso ver si la galbana seguía acostada. No pudo. Los ojos, sus propios ojos, gordos y encabritados, se le pusieron en contra. Si pudiera beber… En el alféizar un gato tuerto se atusaba los bigotes.

Cuando la buena señora despertó era ya de noche. Tenía hambre, sudor y orín, pero se sintió con algo más de ánimo. Miró debajo de la cama y solo vio el orinal vacío. Se secó el sudor y orinó. Mientras lo hacía buscó en las alturas, por si la galbana se hubiera colgado, como un vampiro, de la lámpara de latón. Tampoco. Quizá su madre estuviera planchando en la cocina. Si su padre estuviera allí le traería brevas de la fresquera y le diría: «Niña, ¡las zapatillas!».

Quitó la mosquitera y se asomó a la calle. El wolframio encendido y las voces primeras del tonto del pueblo. Mañana volverá la galbana. Es hora de cenar. Nadie en la cocina. Nadie junto a la higuera. Pensó en su madre. Veinte años y un día, y el día puede ser hoy. Quizá haya que remover los restos. Quizá fuera conveniente llevarlos al osario. ¿Y si estuviera mojama?