A qué espíritu elemental se le ha podido ocurrir que una mujer, sólo por el hecho de serlo, va a defender los intereses de las mujeres mejor que un hombre? ¿De qué caletre atrabiliario ha podido brotar la peregrina idea de que las mujeres forman una clase social? ¿A qué esa euforia de alguna supuesta progresía por el rechazo del Tribunal Constitucional al recurso que solicitaba la supresión de los artículos de la Ley de Igualdad relativos a la composición de listas electorales, los que obligan a que en ellas figuren parecido número de hombres y de mujeres? Ese recurso, independientemente de las posibles segundas o torticeras intenciones de quienes lo presentaron, introducía un poco de cordura en ese apartado de la ley que, diga lo que quiera el Alto Tribunal, conculca el principio constitucional de no discriminación por razón de sexo, cual se puso de manifiesto al prohibir que en un pueblo de Tenerife saliera adelante una candidatura integrada exclusivamente por mujeres.

¿Cómo alegrarse por el recorte de la libertad que supone que los ciudadanos no puedan agruparse como les venga en gana para solicitar el voto de sus semejantes? La cuestión esencial es que los ciudadanos no son exactamente hombres y mujeres, sino personas, y cuando se meten en política no lo hacen, o no deberían hacerlo, en función de su sexo, sino de sus ideas. ¿O cree alguien, por ejemplo, que una marquesa reaccionaria y clasista va a defender los derechos de sus criadas porque éstas son, como ella, mujeres, siendo esto lo único que tienen en común? ¿Quién puede suponer que un varón partidario a ultranza de la igualdad y de la justicia no va a defender las reivindicaciones y los intereses de sus conciudadanas porque no son hombres? Una ley contra el sexismo que rezuma sexismo por todos sus poros ha perdido una magnífica ocasión para rezumar un poco menos.