Discutía estos días con algunos amigos, y a propósito de ciertos artículos en prensa, sobre la licitud moral del llamado «sexo sin empatía», esto es, sobre la práctica sexual sin vínculos emocionales ni más miramiento por el otro que los que dictan la ley, la más elemental cortesía, o la simple mecánica de los cuerpos. Es el tipo de sexo que cabe esperar en relaciones esporádicas con desconocidos, o el que se exhibe en las películas porno. Pues bien, para algunos de mis amigos este tipo de relación sexual, y siempre que sea libremente escogida, es perfectamente lícita. Mientras que para otros, el sexo sin empatía es un caso paradigmático de «sexo machista», algo que jamás será elegido por una mujer (que no esté ya condicionada por una concepción patriarcal de la sexualidad) y que hay que rechazar tajantemente. En el extremo, algunos afirman que el sexo sin empatía puede llegar a ser una suerte de violación encubierta.

Este dilema es, en principio, fácil de disolver. En el se da una falacia basada en el uso equívoco de las palabras. «Sexo sin empatía» significa, para unos, «sexo puramente fisiológico acordado entre personas que solo buscan darse placer», con lo cual ya hay un grado de empatía mínima. Y significa, para los otros, «sexo puramente fisiológico en el que solo obtiene placer uno (el varón) y que es impuesto a la mujer, que lo acepta por condicionamiento cultural», con lo que el problema de fondo no es la falta de empatía, sino la opresión de la mujer. Desecho el equívoco, el debate podría acabarse aquí.

Ahora bien, más allá de este equívoco late un asunto importante, y que está detrás de algunas polémicas en torno a cuestiones de género: ¿debe estar condicionada la moral privada por la moral pública? O, de modo más concreto: ¿es la moral sexual un asunto estrictamente personal, o más bien un asunto que, más allá de lo legal, ha de estar socialmente regulado, por ejemplo, a través de la educación en ciertos modelos de sexualidad y la censura pública de otros?

Estas preguntas admiten dos respuestas, una ética y otra política. La primera se reduce a admitir que la moral es, por definición, un asunto personal. Decidir lo que está bien y mal es algo que deben hacer las personas, no la «sociedad» que, salvo figuradamente, no es ningún sujeto moral. Incluso cuando se habla de una «moral social» se habla de sistemas morales elegidos por personas. Sistemas que pueden condicionar las decisiones individuales, desde luego, pero que no pueden determinarlas, a no ser negando nuestra condición de seres libres (y, por tanto, de seres morales).

En cuanto a la respuesta política consiste en recordar que en democracia, y más allá de la moral mínima que encarna la ley, no cabe imponer modelos de conducta excluyentes, por lo que no se debe educar al ciudadano únicamente en este u aquel, por muy apropiado que nos parezca a nosotros, sino en la autonomía moral para que sea él mismo quien escoja entre ellos. En esto consiste la educación ética -que no es lo mismo que el adoctrinamiento moral-.

Aplicando todo esto al dilema del principio diríamos que si dos o más personas adultas acuerdan libremente practicar «sexo sin empatía» esto ha de resultar moralmente lícito. Esta opción no carece de dificultades (¿qué ocurre, por ejemplo, si dos personas deciden libremente maltratarse -como en las relaciones sado-masoquistas-, o hasta acabar uno con la vida del otro -se han dado casos-? ¿Debe hacer uno con su sexualidad o su cuerpo lo que quiera, sin límite alguno?), pero parece, con todo, la mejor.

De otro lado, si creemos que ciertas personas -las mujeres- no están en condiciones (aún) de poder elegir sin que su elección se confunda con el «sometimiento voluntario» a modos de sexualidad que las cosifican y desconsideran, lo que hay que hacer es acabar con ese estado de opresión que les impide decidir, y no con el «sexo sin empatía» practicado libremente por quien desee. No es cuestión, en suma, de censurar ciertos modelos de sexualidad, sino de fomentar la libertad de quienes han de valorarlos moralmente. Otra opción conduce al puritanismo sexual y el paternalismo moral, dos rasgos típicos del totalitarismo.