Escritor

Con independencia de para quien sea la victoria, las guerras siempre las pierden los mejores. Por eso el viejo filósofo Crates, cuando tuvo la ocasión de responder al emperador Alejandro Magno la pregunta de si quería que reconstruyera su patria, le contestó que para qué, si de todos modos siempre acabará apareciendo otro Alejandro que se encargue de arrasarla de nuevo. Esta es la más antigua versión que conozco de esos carteles que en cualquier pueblo de antes decoraban las paredes de los bares y las zapaterías con una leyenda contundente: hoy hace un día estupendo, ya verás como viene algún gilipollas y acaba echándolo a perder. Curiosamente, todas las épocas han sido generosas de gente así, y nada nos hace sospechar que vayan a extinguirse en los próximos milenios. Es más, son estos gilipollas los que sostienen el mundo, los que han inventado la cosa abstracta, pero sencilla como el juego de los niños de parvulario, que llamamos humanidad. Ellos diseñan las banderas bajo las que los otros se arremolinan, y sus colores son los que más y mejor lucen en los salones de sus palacios, los que trazan las fronteras cuando concluyen las contiendas, los que nos dicen dónde está el eje del mal y los que distinguen en la distancia el aliento del diablo. No sé de qué manera, pero siempre encontrará Bush quien pilote sus aviones preñados de armamento, al igual que a Sadam no ha de faltarle un hombre bomba dispuesto a matar o morir en su nombre.

Fanáticos, alumbrados, iluminados por dos o tres ideas sencillísimas, estos gilipollas son capaces de arrastrar al mundo a los abismos con tal de conseguir sus fines, que no dejan de ser tan primarios y mezquinos como el lucro, la megalomanía y un afán enfermizo de trascendencia. Que ésa es otra. Algún día alguien se parará a hacer el recuento de los muertos que hay que anotarle a esa obsesión por trascender y nos llevaremos las manos a la cabeza. No se ha inventado aún la bomba que haya sido tan perniciosa para el hombre como el veneno de hacernos creer seres inmortales. Inevitablemente, habrá tarde o temprano que decir a la guerra y plantarles cara a estos señores y hacerles tragar sus banderas, su sistema económico, sus dioses, sus almas inmortales y derribar el castillo de naipes en el que nos tienen refugiados para que nos dejen principiar otro mundo más humano, más en consonancia con nuestra naturaleza verdadera, una civilización de seres que se sepan mortales, desarrapados, abandonados a su inteligencia y a su suerte, y que sepan jugar a su favor el breve tiempo que les da la vida.