Los de siempre. Un humorista --Mingote-- los definió certero con un chiste. Se ve a dos damas enjoyadas y escandalizadas, a la salida de la iglesia, tras ir a misa y escuchar el sermón avanzado de algún curilla progre. No repuesta aún del disgusto, una de ellas le dice a la otra: "Desengáñese usted, doña Gertrudis, porque al cielo, lo que se dice al cielo, iremos los de siempre".

Queda claro: el cielo es suyo. Y, a partir de ahí, también es suyo todo lo que está debajo, comenzando por este trozo de tierra donde vivimos y que llamamos España. Así, como suya disfrutaron su patria durante los 40 años que duró la coalición de derechas vertebrada por el general Franco. "Cuando un bosque se quema, algo suyo se quema, señor conde", resumió genialmente Perich. Y por eso --porque era suya-- no entendieron que, pasado el susto de la muerte de su caudillo, el poder permaneciese durante 13 años en manos de los socialistas. Hasta que --¡váyase señor González!-- las aguas retornaron a su cauce.

Pero, además, si España es suya, suyos han de ser sus símbolos --la bandera y el himno-- y sus instituciones, comenzando por la monarquía. De ahí que no hayan digerido que el Rey sintonizase bien con Felipe González, como lo prueba algún abrazo reciente. Y de ahí que los de siempre hayan encajado tan mal el anuncio de boda entre el Príncipe y Letizia Ortiz, porque la novia no es de los de siempre y pertenece al núcleo duro donde se generan las fuerzas que --ante la crónica esclerosis de las clases dirigentes-- han dinamizado España. Por eso, los de siempre están que trinan, y los demás estamos alegres y esperanzados.