Hoy me duele París, como ayer me dolían Londres, Nueva York o Madrid. Es la misma agotadora tristeza que vuelve a visitarme de nuevo y se aloja como un amargo poso sobre mi conciencia. Una tristeza honda y profunda que me aprieta el corazón y el estómago y los empuja hacia la boca, donde un grito ahogado por la impotencia y la rabia queda suspendido entre lágrimas de desesperación.

Ayer "hombres lobo" se precipitaron sobre París con armas cargadas de un "sueño de locos" y golpearon con violencia la ciudad sembrándola de cadáveres e incomprensión ante un odio desmedido y atroz. Ayer la noche parisina, la de Bogart y Bergman, la del Moulin Rouge, la que según Hemingway siempre "era una fiesta", la de la luz y el amor eterno bajo el abrigo de su torre; se tiñó del rojo de la sangre inocente de sus ciudadanos y del negro de la cerrazón y la barbarie terrorista.

Hoy París vive bajo el desconcierto y la oscuridad de un duelo obligado y silencioso. La música y la alegría han desaparecido de sus calles y de sus gentes mientras el resto del mundo intenta arroparse con el azul, el blanco y el rojo de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Hoy estamos heridos, pero "siempre nos quedará París".