Llevan razón quienes afirman que la política contemporánea se desliza peligrosamente hacia la polarización entre el «me gusta» y el «no me gusta», entre lo «bueno» y lo «malo», entre el «sí»y el «no». La simplificación del discurso político público ha sido siempre un mal necesario para trasladar mensajes complejos a la ciudadanía, pero varios factores propios de la sociedad actual están llevando esa simplificación al terreno de lo grotesco.

El problema de la esquematización del discurso hasta la pura dicotomía entre dos extremos es que la realidad casi nunca es tan sencilla de organizar. Pondré un ejemplo que todos recordaremos y que puede ayudar a entenderlo bien. Cuando España salió a la calle bajo el lema «No a la guerra», era muy difícil que cualquiera se posicionara en el lado opuesto. ¿Quién va a decir «Sí a la guerra»? Nadie. Sin embargo, las guerras han existido siempre, existen y es muy probable que sigan existiendo; y si dejan de existir, lo más seguro es que sea por razones distintas a que muchos salgamos a la calle para evidenciar que a nadie le gustan las guerras.

Aquel «No a la guerra»significaba, más o menos: «No queremos que el Gobierno de España tenga nada que ver con la intervención militar en Irak, que parece más una necesidad geoestratégica egoísta e injusta de Estados Unidos que, mintiendo sobre la existencia de armas de destrucción masiva y aprovechando el trauma del 11 de septiembre, quiere extraer beneficios económicos de la desestabilización de la zona». Por supuesto, «No a la guerra» es mucho más fácil de comprender y de memorizar, pero no significa exactamente lo mismo.

Por eso cuando queremos pasar del dicho al hecho nos encontramos con un buen trecho. Un trecho en ocasiones insalvable. Cabría preguntarse por qué cuando el Gobierno español decidió participar en la intervención militar de Libia en 2011 no salió a la calle la misma ciudadanía que en el caso de Irak. ¿Quizá porque el «No a la guerra» no significaba exactamente «No a la guerra»?

Si analizamos la política contemporánea, sería muy sencillo encontrar multitud de eslóganes basados en la misma técnica, es decir, la polarización entre el «sí» y el «no», evitando así el enfoque de todos los matices que hay entre ambos extremos de la línea argumentativa y, sobre todo y lo que es más importante, soslayando «por qué sí» o «por qué no».

Podríamos recordar, por ejemplo, la expresión «No es no», que tan popular se ha hecho recientemente para definir distintas realidades políticas y sociales, o el «Sí se puede» que pretende afirmar con su pleonasmo la fuerza de la voluntad por encima de cualquier obstáculo exterior. No hace muchos días, la vicepresidenta del Gobierno afirmó que en el ámbito del consentimiento de las relaciones sexuales, «todo lo que no sea un ‘sí’ es un ‘no’» (emulando la campaña canadiense de 2016). Podríamos rellenar este espacio entero con ejemplos.

La tendencia plebiscitaria de todos los mecanismos políticos y sociales arrincona el pensamiento crítico y obliga a posicionarse sobre asuntos que basculan entre la corrección política y los dogmas sistémicos del mundo actual. Nadie discutiría que todo lo que para una mujer no sea decir que «sí» es decir que «no», del mismo modo que casi nadie afirmaría «Sí a la guerra» o se atrevería a decir «No se puede». Son eslóganes y afirmaciones casi irrebatibles.

La cuestión es cómo transitamos el trecho que va del dicho al hecho, y bajo qué principios éticos, políticos e ideológicos sustentamos los discursos. Es decir: hacer política no es tanto decir «sí» o «no», sino «por qué» y «cómo». Cómo definimos un país ajeno a las guerras (y, por tanto, se supone que sin armamento) en un mundo donde parece que todavía hay razones para defenderse, o con qué técnica jurídica gestionamos que si una mujer denuncia no haber dicho «sí» antes de comenzar una relación sexual el hombre debe ser condenado a prisión.

La indigencia intelectual de la política contemporánea, el incremento del poder de los medios de comunicación de masas o la banalización de los contenidos a que dan lugar las redes sociales son solo algunas de las causas por las que el discurso se ha refugiado en la mayor simpleza de la que la comunicación humana es capaz: «sí» / «no».