Mañana los ciudadanos del país más poblado, céntrico y poderoso de Europa, escogerán a quien durante los próximos cuatro años los gobernará, y nos gobernará, UE mediante, al resto de europeos.

Las encuestas pronostican una clara victoria de Angela Merkel, que lograría su cuarto mandato como canciller, igualando a su mentor Helmut Kohl.

En Alemania, al contrario que en Estados Unidos, no hay limitación de mandatos, y nadie parece quererlo. Se olvida muchas veces que los germanos, que ahora pretenden dar lecciones de democracia, al contrario que Francia o Gran Bretaña, han sido (los Kaiser, Bismarck) un ejemplo de modernización autoritaria, donde la democracia llegó con retraso y se impuso desde fuera, tras dos contundentes derrotas militares.

El «milagro económico alemán» llegó gracias al Plan Marshall, aunque ellos se arroguen todo el mérito, y les hizo ver que no hacía falta invadir otros países para vivir con todo el confort que ahora les da controlar las reglas del juego económico europeo.

Desde el siglo XVII, existe en Alemania la figura del deutscher Michel, representado con gorro de dormir y bata, aludiendo a la tranquilidad que, por encima de todas las cosas, quiere el alemán medio («libertad, bienestar, nada de experimentos»).

Por eso, al contrario que franceses, italianos o españoles, la oposición al gobierno suele ser más tibia, y se dice que los cancilleres no son elegidos, sino destronados.

Schöder ganó las elecciones del 98 por el hartazgo de dieciséis años de Kohl, y las volvió a ganar en 2002 porque su contrincante Stoiber era visto como demasiado de derechas y encima bávaro, lo que no despertaba simpatías fuera de Baviera.

Merkel, gracias a la gran coalición, consiguió hacerse digerible para muchos que, en sus ciudades o estados, votan a la izquierda.

El relativo bienestar de los alemanes (la inversión en educación o infraestructuras, por otra parte, ha caído en picado, y se nota) se sustenta en la colonización económica del este y el empobrecimiento aceptado del sur.

Grecia o España son vistas como lo que deben ser, países para el turismo, hasta el punto de que algunos alemanes se extrañan de ver «tantos españoles» en Lanzarote, haciendo turismo en su país, y no de camareros.

Tras tantos años, Merkel tiene un aire de gran madre a la que resulta difícil atacar, más si, como Martin Schulz, su programa apenas se diferencia (¿cómo iba a hacerlo, si su partido estaba dentro del gobierno?) y su carisma es similar al de Joaquín Almunia, muy válido para la armónica política de Bruselas, pero no para liderar un país.

La imagen de perdedor la tiene desde hace meses, y en un panorama mediático donde la cantidad es inversa a la pluralidad, es imposible luchar contra eso.