Tras unos años iniciales de euforia, más financiera que económica, las dos primeras décadas del siglo XXI están evidenciando las nefastas consecuencias del modelo económico forjado en el último cuarto del siglo XX: la globalización sin control político, los modelos de crecimiento basados en la especulación financiera y la desregulación de los mercados. Se ha roto el pacto social entre el capital y los trabajadores que, tras la Segunda Guerra Mundial, proporcionó a una parte del planeta -Europa, Estados Unidos, Japón- una etapa en la que se creció armónicamente, es decir, se combinó el incremento de la riqueza con su reparto. Un modelo en el que, fundamentalmente, se aseguraba a todos los ciudadanos la salida de la situación de pobreza que, más allá de las estadísticas, quiere decir el acceso a la alimentación, la salud, la vivienda, la energía y la educación. Y el camino para hacerlo era por medio del trabajo.

Ese modelo empieza a ser historia. Los llamado países emergentes -desde China a Brasil- han renunciado a él y han arrastrado a quienes lo tenían -especialmente Europa- a degradarlo hasta límites totalmente inaceptables. Una cuarta parte de la población española está en el límite de la pobreza, quiere ello decir que o no puede cubrir esas necesidades básicas o lo tiene que hacer con ayudas formales o informales. El trabajo ya no asegura la salida de la pobreza, y todavía lo asegura menos el salario. Ese es el núcleo del problema. La ruptura del pacto social implica el final de ese pacto porque la riqueza que se crea se reparte desigualmente hasta dejar a muchos trabajadores en la cuneta. A ellos y a sus familias. Mientras unos pocos la acumulan impúdicamente.

No hay soluciones que puedan resultar mágicas. Las posibles pasan por una toma de conciencia general del problema y por que el capital entienda que la extensión del empobrecimiento es un retroceso en otros muchos ámbitos: la renta disponible, el consumo, la capacidad de innovación o la creatividad.

El asunto es muy urgente, porque quienes viven en la pobreza no pueden esperar, porque España está a la cabeza de la desigualdad en la Unión Europea. En el año 2016, el 27,9% de la población española -unos 12,8 millones de personas- estaba en una situación de riesgo de pobreza o exclusión social, cuatro puntos más que en el año 2008. Solo Bulgaria, Rumanía, Grecia, Lituania, Croacia y Letonia tenían registros peores.