TCtada siglo tiene una impronta que se sujeta en uno o varios acontecimientos que simbolizan el cambio de centenario. Ahora hemos de fijarnos en la fecha del 4 de noviembre de 2008: muchas cosas serán distintas a partir de ahora y no sólo porque Obama haya llegado a la Casa Blanca. La crisis financiera ha sacudido el planeta que está a punto de desprenderse de dogmas que parecían inalterables. La eclosión de las economías de oriente y el despertar de Rusia convocan al final de la hegemonía norteamericana.

La Globalización se había construido como una ley del embudo: por un lado estaban todas las ventajas para la cima de la pirámide, y en el otro lado del mapa del mundo los países que luchan porque sencillamente sus habitantes no mueran por pandemias erradicadas por la medicina hace casi un siglo: hambre, desesperación, avalanchas migratorias...

Nada cambia desde magnitudes tan agobiantes de la noche a la mañana, pero hay síntomas claros de que la conjunción de tantas crisis facilitará la búsqueda de soluciones que hasta ahora estaba bloqueada por la tozudez con la que las capas dirigentes se agarraban a los axiomas del neoliberalismo. El fracaso es estrepitoso. Obama como presidente es un formidable aguijoneo para volver a creer que las utopías son realizables si se dispone de estímulos para que se crea en ellas.

Ahora hay que dejar que las cosas empiecen a suceder y en primer lugar dar un margen de tiempo para comprobar que la magia no es sólo un espejismo. El equilibrio entre las ideologías contrapuestas es la condición de que los cambios se puedan producir paulatina y responsablemente. La música suena bien. Sencillamente ha empezado el siglo XXI.