Exfiscal jefe anticorrupción

Se avecinan elecciones. Todos los partidos políticos formulan propuestas y promesas electorales. Y unos y otros dicen garantizar a los ciudadanos el valor de la seguridad. Seguridad ante la delincuencia, ante los riesgos más o menos inmediatos a la seguridad personal y a la propiedad que representan los delitos de hurto, robo y otros similares. Seguridad también ante la posible violencia física que representan otras formas de delincuencia. Seguridad, sin duda, necesaria para la convivencia.

Pero, sorprende que esta oferta la formule el Partido Popular que acaba de acometer una amplísima reforma penal, precisamente frente a esa clase de delitos. Reformas que han ampliado las conductas delictivas, que han endurecido las penas, que han agravado las condiciones de la prisión provisional, que han impuesto un trato discriminatorio a los emigrantes, etcétera.

Todo ello frente a una sola clase de delincuencia, la que, dicen, hay que barrer de las calles . Delincuencia que se genera esencialmente en sectores marginalizados, cuando no excluidos de la vida laboral y social. Parece que el Partido Popular no tiene bastante. En el acto de presentación de su estrategia integral de seguridad , el candidato Mariano Rajoy habló de mayor rapidez en las sentencias, mayor rapidez en su ejecución y más dureza , que al final consiste en más policía, mayor incremento de las penas y restricción de los permisos carcelarios.

Mientras, el Partido Popular, dado su alineamiento con los poderosos, no se plantea un proyecto coherente y riguroso de seguridad en otros ámbitos donde los ciudadanos están necesitados de más protección frente a los abusos del poder económico y político.

Hace falta más seguridad para proteger a los ahorradores --miles de personas-- frente a la ingeniería bursátil fraudulenta, frente a los fraudes alimentarios o frente al deterioro del medio ambiente. O para garantizar la salud y la integridad de los trabajadores ante la pérdida progresiva de seguridad laboral. Pero el Partido Popular no quiere oír hablar de esa seguridad. Es más, en las reformas recientes ha suavizado las penas para los delitos económicos.

Pero, sobre todo, ¿cuál es la respuesta del Partido Popular ante la corrupción? En primer lugar, ya neutralizó la Fiscalía Especial Anticorrupción como primer instrumento para el combate contra esa lacra social y política. Ahora mantiene un obstinado silencio que expresa una deliberada minimización del problema. Silencio que tendrán que romper los jueces y fiscales comprometidos con la democracia, en el ejercicio de sus competencias, y también los ciudadanos, mediante el ejercicio de la acción popular, denunciando y persiguiendo a los corruptos.

El Partido Popular también tendrá que oír las voces que, en la comunidad internacional, proclaman un compromiso activo contra la corrupción. Voces que se han concretado en la convención contra la corrupción aprobada por la ONU el pasado diciembre.

El Partido Popular deberá, antes o después, garantizar administraciones públicas transparentes, regidas con criterios éticos, y regular mejor el régimen de incompatibilidades de los altos cargos para evitar cualquier forma de enriquecimiento ilícito. Y, desde luego, debe atender definitivamente los requerimientos del Tribunal de Cuentas para reformar el sistema de financiación de los partidos políticos. Precisamente ahora, que va a comenzar la campaña electoral, es un buen momento para exigir, frente al ocultismo dominante, una mayor transparencia en el origen y gestión de los fondos económicos que se aportan a los partidos. En particular, es el momento de exigir al Partido Popular la reforma de la ley que permita acabar con las donaciones anónimas a los partidos y así sabremos, entre otros objetivos, quiénes fueron los que aportaron al Partido Popular en el 2001 la estimable suma de 2.521.353,42 euros.

Cuando se plantea con tanta dureza la persecución de la delincuencia menor --por más grave que sea el daño que pueda causar-- es necesario, por dignidad democrática, que ese modelo también se aplique a quienes desde el poder político o desde las empresas delinquen y perjudican, respectivamente, los valores de la democracia o a muchos modestos y honrados ciudadanos.