Escritor

En el lugar conocido como el Trampal, próximo a la población de Alcuéscar y a sólo cuatro kilómetros del camino romano que llamamos Vía de la Plata y que lleva un recorrido semejante a la actual carretera de Mérida a Cáceres, se encuentra levantada la basílica hispanovisigoda de Santa Lucía.

Me traslado hasta allí una tarde de este recién iniciado mes de marzo. Es un sitio singular: una dehesa típica que mantiene los elementos propios del paisaje extremeño; encinas, retamas, algunas jaras, vallas de piedras musgosas... Hay algo expectante y misterioso en el ambiente. La primavera extremeña está a punto de brotar, violentamente, como por una explosión surgida de una suerte de encantamiento, como suele hacer. Pero, por ahora, algo del invierno permanece sujetando el milagro.

Contemplando la ermita tan sobria, aunque armoniosa, medito una vez más sobre el pasado. Esta construcción me habla de la importancia alcanzada por Extremadura en tiempos de la monarquía hispanovisigoda, consecuencia a su vez de la herencia de la época romana, ineludible en las proximidades de Mérida. ¡Qué relevancia debió de tener nuestra sede metropolitana en el siglo VII! Poco nos ha quedado, pero hay restos significativos en Alcántara, Alconétar, Brozas, Jerez , Ibahernando, Montánchez, San Pedro de Mérida... Sin olvidar la excepcional basílica de Santa Eulalia en Mérida. Se puede visitar el Museo de Arte Visigodo, donde se guardan singulares piezas de arqueología.

Era un mundo simbólico aquél de la España visigoda. Fue en estos siglos VI y VII cuando se determinó el sentido exacto de muchos ritos y plegarias, la distinción entre lo esencial y lo accesorio en la herencia recibida de la tradición romanocristiana.

Por las fechas en que estamos, me pongo a pensar en uno de esos ritos, que a muchos ya les resulta indiferente, aunque para algunos de nosotros sigue conservando un gran significado. Me refiero a la tradicional ceniza que se impuso el miércoles pasado siguiendo una fórmula antiquísima cuyo sentido no deberíamos olvidar.

En la Iglesia primitiva, variaba la duración de la Cuaresma, pero eventualmente comenzaba seis semanas (42 días) antes de la Pascua. Esto sólo daba por resultado 36 días de ayuno (ya que se excluyen los domingos). En el siglo VII fue precisamente cuando se agregaron cuatro días más antes del primer domingo de Cuaresma estableciendo los cuarenta días, para imitar el ayuno de Cristo en el desierto. Era práctica común que los penitentes comenzaran su penitencia pública salpicados de cenizas, vestidos de sayal y obligados a mantenerse lejos hasta que se reconciliaran con la Iglesia el Jueves Santo. Cuando estas prácticas cayeron en desuso (del siglo VIII al X), el inicio de la temporada penitencial de la Cuaresma fue simbolizado colocando ceniza en las cabezas de toda la comunidad.

Lejos de atemorizar, como tal vez se hizo equivocadamente en algún momento, el significado de esta sugestiva ceremonia busca elevar las mentes hacia una realidad eterna, que no pasa jamás, frente a todo lo que es caduco. Es como si se cerrara un ciclo vital, para atisbar una visión lineal del futuro. La práctica consiste en recibir una cruz en la frente con las cenizas obtenidas de quemar las palmas usadas en el Domingo de Ramos del año anterior. Es una forma de valorar el mundo, la existencia y el tiempo, que pasan ineludiblemente.

Pero es una valoración que implica el darse cuenta de forma diáfana que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, hasta que triunfe la justicia.

Es una pena que después del estruendoso jolgorio del Carnaval, este acto sencillo, pero profundamente lleno de significación, de la imposición de las cenizas pase casi desapercibido.

Nuestra cultura es muy rica en elementos como éste, valiosísimo por su poder catártico, que nos habla de lo que somos, de lo que fuimos, de lo que seremos...