TYto vivo con musha pazión los colores de mi Betis, y al palangana que me hable mal del verde y blanco me lo como vivo de un bocao", exclamaba un acalorado hincha del Betis al camarero de un bar de Sevilla. No hacía ni un minuto que había abandonado el bar el amigo con el que había entrado, un eufórico sevillista; ambos se metieron en discusiones futbolísticas y no llegaron a las manos de milagro. El camarero, haciendo alarde de neutralidad y sensatez, le dijo: "¿Y tú crees que merece la pena discutir de esa manera por unos colores?".

Lo cierto es que defender unos símbolos a veces nos pierde, esa absurda torpeza es parte de la compleja naturaleza humana.

Ultimamente se olisquea en el ambiente una inquietud un tanto desconcertante con respecto a las banderas, sobre todo lo percibimos los que creemos que la vida es un regalo de alguien anónimo que no espera ser correspondido. Algunos, en cuanto encuentran una oportunidad, enarbolan la bandera nacional con aire rígido y solemnidad inquebrantable; la exhiben con cierta presunción en prendas de vestir y pulseras. Se diría que quieren demostrar ante los demás que a españoles no les gana nadie. Frente a estos, otros, envueltos en un cierto aroma trasnochado, reclaman la bandera republicana, anhelan rebobinar el tiempo y recuperarla para que ondee --después de setenta años-- en los edificios públicos.

Unos y otros deberían ser pragmáticos y envolverse del tiempo en el que viven, pensar que los problemas del mundo no se resuelven reivindicando trapos coloreados ni símbolos hieráticos. Las banderas no son más que etiquetas mediáticas que utilizan los países. Ni se comen, ni se beben.

No es de cajón, por lo tanto, compartir las anacronías simbólicas de estos ciudadanos de a pie. Algo que por cierto no supo evitar José Luis Rodríguez Zapatero cuando varios cachorros del PSOE le colocaron simpáticamente en Alicante un pañuelo palestino. El presidente, por ser quien es, debería haber hecho alarde de neutralidad y sensatez, como el camarero de Sevilla.

*Pintor