Escritor

Quizás me equivoque al pensar en la Iglesia como la única empresa del mundo en la que al Jefe Supremo se le habla de tú y a los empleados de usted, de ilustrísima y de muy señor mío. No sé si ocurrirá en otros ámbitos, pero, en cualquier caso, es indiscutible que ésta es nuestra realidad, a la que hemos arribado por una extraña querencia a lo barroco. Ya lo decía Gila mirando hacia la Catedral de San Pedro: ¡y pensar que empezaron por un pesebre! Recuerdo cierto episodio, a propósito de esta manía de complicarlo todo.

A la taberna de mi padre concurrían cada tarde un puñado de hombres de pocas letras, pero de severas convicciones y de afilado discurrir. En una ocasión yo trataba de explicarles que no era correcto emplear el término difieriencia , sino diferencia. Pero uno cualquiera de ellos, y seguro que no el más simple, se irguió en fiscal del asunto, afirmando que yo debía estar equivocadísimo, pues eso de decir diferencia le resultaba la mayor de las cursiladas, una palabra raquítica y de facilísima ejecución, como cosa de niños o de lerdos; en cualquier caso, despreciable comparada con su hermana gemela, tan bien ornada de íes. Y así siguió largo rato, perorando con tanto brío sobre la autoridad de difieriencia que yo hube de darle la razón y retirarme al rincón donde se arrojaban las evidencias y las cáscaras de cacahuetes.

Luego he conocido que este es el discurrir común de los hombres: si la vida es escoger, tendemos a lo enrevesado, a lo más difícil, repelidos por un ancestral miedo a lo sencillo. Y el caso es que cuanto más ignorante sea uno, mayor fascinación sentirá por la filigrana. Boecio lo dijo a las mil maravillas, y eso que no pertenecía a la selecta parroquia de aquella taberna: "lo que por naturaleza es uno y simple, el hombre lo divide y descompone con un error que le lleva desde la verdad y lo perfecto a la mentira y a la imperfección".

Sabio, entonces, es aquel que, después de mirarlo todo, admite que no sabe nada. El ignorante, sin embargo, mirará en las aguas de un charco y se asustará de tanta negritud: le aterra el sinsentido de saberse nada, el vacío, la muerte, pasar por la vida como un sencillo jilguero; pero ve su imagen reflejada en las aguas someras y crea un dios, una religión, un dogma, una respuesta.

El hombre que no siente complejos ante lo sencillo, vive y deja que los demás hagan lo propio. Pero esto no bastará al inhibido, al que necesita caldos más sustanciosos. Ese, en cuanto le dejen, escribe una Biblia o un Talmuz o un Corán o el Derecho Foral de Navarra o las Páginas Amarillas, y hace de ello su razón de ser, y lo que es bastante peor, no descansará hasta que los demás profesen su mismo credo.

El hombre sencillo, si mira en los ojos del objeto amado, incapaz de entender lo que ve, creará una metáfora. El pedante hará un tratado de oftalmología.

Lo simple lleva a la Patria, que es, en cierto modo, el aguantar el palo de la vela que encendieron nuestros padres; lo complicado, a la Nación y al Estado, que son ya un barroco cesto de mimbre perpetrado por manos que sólo saben de cifras, mapas e intereses. Lo simple conduce a Dios, lo barroco al Papamóvil. Pero lo embrollado goza en la naturaleza humana de un prestigio difícil de explicar, si no es argumentado en la pereza. Más fácil resulta prestigiar La Biblia que leerla; soportar herrumbrosos sistemas políticos que parar el carro, sentarse a la vera del camino y confeccionar un edredón más cálido, amplio y sencillo que esta vieja frazada, complicada en religiones, fronteras, tratados, sangre.