Diputado del PSC-PSOE

De Europa nos llegan nuevos recortes en las previsiones de crecimientos. Si en abril eran bajas (1,4% para este año y 2,9% para el próximo), ahora caen hasta el 0,8% y el 1,8% respectivamente. Además, la Comisión Europea no ha tenido más remedio que iniciar actuaciones contra Alemania y advertir a Francia e Italia por incumplir los límites de déficit público previstos en un Pacto de Estabilidad cada vez más cuestionado.

En España, además de las catástrofes del Prestige, tampoco tenemos buenas noticias económicas. Un pésimo dato de inflación, que en octubre ya duplica el objetivo anual, y la mala nota del Foro Económico Mundial sobre nuestra competitividad. Ambos datos reflejan la baja calidad de nuestro crecimiento y evidencian que la política económica se ha limitado a utilizar la bonanza del ciclo, mientras ésta ha durado, pero sin sentar las bases de un crecimiento basado en sólidos elementos estructurales.

El informe señala que nuestro país ocupa el tercer lugar por la cola de la Unión Europea (UE) por la eficiencia y la productividad de las empresas y de su entorno. Después de tanto autobombo reformista e innovador, produce sonrojo la realidad de nuestra situación en materias tan importantes como las tecnologías de la información, las infraestructuras, la independencia judicial o la neutralidad de las decisiones gubernamentales.

Estos factores microeconómicos e institucionales son tan importantes para la competitividad de un país como la estabilidad macroeconómica. Pero, además, buena parte de ésta se la debemos fundamentalmente a la transferencia de credibilidad que nos ha hecho el proceso de integración monetaria al sustituir la peseta por el euro. Con nuestros niveles de déficit comercial, típico exponente de problemas de competitividad, la peseta hubiera sido devaluada varias veces si no fuera porque ya no existe.

Sin embargo, formar parte de una Unión Monetaria también tiene sus costes. Ahora tenemos que hacer frente a un fuerte diferencial de inflación con los demás países del euro, que es un nuevo factor en contra de nuestra competitividad y que no podrá ser resuelto devaluando una moneda nacional inexistente sino ajustando los costes y salarios reales. Ese diferencial alcanza hoy para España un máximo histórico. Para corregirlo no podremos tampoco confiar en una política monetaria restrictiva porque lo razonable es que le Banco Central Europeo (BCE) baje los tipos de interés para ayudar a una economía alemana al borde de la recesión y con una inflación controlada.

Así, el euro protector, que ha sido una verdadera coraza para nuestra economía durante los años de expansión, empezará a pasar la circunstancias, la tentación será grande para el Gobierno de culpar a los salarios, como ya ha empezado a hacer con la vivienda. Pero también ha pasado ya la época en la que podíamos competir a base de salarios más bajos y regulaciones sociales menos exigentes. A este juego siempre habrá quien nos gane en los mercados mundiales cada vez más abiertos.

La verdadera batalla de la competitividad no se gana reduciendo artificialmente el déficit público a base de renunciar a las inversiones imprescindibles para mejorar la calidad de los factores materiales, humanos e institucionales de un país y sus empresas. Ni negándose a asumir los costes de la cohesión social. Para algunos, competitividad y cohesión son como vasos comunicantes, de manera que más de una implica necesariamente menos de la otra. Por el contrario, en el medio plazo, la competitividad y la cohesión se refuerzan mutuamente para afrontar las necesarias transformaciones de la estructura productiva. El ejemplo de los países nórdicos, por un lado, y el de los del sureste asiático, por otro, son muy ilustrativos de cómo la competitividad de un país hunde sus raíces en una acción pública inteligente.

El caso español demuestra que se puede reducir el déficit sin aumentar la competitividad del sistema productivo ni evitar que la inflación se desboque. Y los problemas económicos de Europa reflejan la necesidad de una mayor cohesión entre las políticas económicas. La coordinación macroeconómica no puede ser sólo una policía del déficit público sin incorporar políticas activas de crecimiento y mejora estructural de la productividad.