Tras la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales occidentales creyeron que el nuevo dios era el marxismo. Como el marxismo aseguraba que "la religión es el opio del pueblo", se desalojó a los dioses tradicionales de la cosmogonía y se impuso la religión marxista, donde Carlos Marx era la deidad y los comunistas rusos sus profetas.

El genocidio de los comunistas y su fagocitación de las libertades fueron disimuladas, porque el fin --el hombre nuevo-- justificaba los medios, hasta que podredumbre del sistema reventó por los cuatro costados y cayó el muro de Berlín. Entonces, llegaron los neoconservadores y nos explicaron que el nuevo catecismo era el Mercado, el Mercado Libre. Un mercado libre de boquilla, y si no, que le pregunten a los fabricantes de Elche lo que tenían que hacer para vender zapatos en Estados Unidos o que expliquen los argelinos las maniobras que hubieron de llevar a cabo para colocar naranjas en Europa.

Pero allí donde funcionaba el mercado había mayor prosperidad y mayores cotas de libertad individual (y era cierto). Las tímidas voces que apuntaban alguna intervención en el mercado eran achacadas a viejos tics marxistoides, y así fuimos tirando hasta que el Mercado se derrumbó tras el verano de 2008.

Nos hemos quedado sin dioses. También tiene narices que con los dioses tan prodigiosos que hemos tenido desde los tiempos de los griegos, hayamos llegado a un dios tan poco emocionante como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo. Es como pasar del bolero melódico al rap sin un periodo de adaptación.

Nos encontramos sin dioses y sin mitos, por lo que no es de extrañar la crisis de confianza. Sin un salvador al que esperar y, comprobado que el imperio al que creíamos pertenecer tiene los pies de barro y las hipotecas de basura, sólo nos queda rezar. Sí, claro, la plegaria. Pero ¿a quién van a ir destinadas nuestras oraciones?