TGtran parte de la sociedad española, incluida la clase política, cree en serio que la promulgación de nuevas leyes contribuye a que nuestra vida sea mejor.

En teoría, el Congreso de los Diputados está ahí para fabricar leyes con cuya mera promulgación seremos todos más felices, y los gobiernos que aplacan esta permanente fiebre legisladora son acusados de despreocupados o de poco trabajadores. Esta confianza en la legislación contrasta con el escaso celo con el que se hacen cumplir las leyes que se promulgan, como si asumiéramos que las leyes, una vez aprobadas, se bastan por sí solas para ser obedecidas.

En este ambiente no es extraño que cualquier ministro sienta la soberbia de redactar leyes y enviarlas a las Cortes para su tramitación, convencido de que con esa iniciativa va a convertirnos en seres más dichosos. Sólo así puede entenderse que estemos todavía en la recontrarreforma de la reforma de la Ley de Educación. Casi todo propietario del trasero que se ha sentado en el sillón titular de ese ministerio ha sentido la tentación --y ha caído en ella-- de reformar un plan de estudios.

Los resultados están a la vista. Digo a la vista, porque basta leer la carta de cualquier bachiller, incluso de cualquier universitario, para que salten a la vista las faltas de ortografía o la ausencia de una sintaxis coherente. Eso, en la instrucción. En cuanto a la educación, como muchas familias piensan que la escuela es como el taller mecánico, que dejas allí al niño y te lo sacan con las bujías a punto, pues tampoco los resultados son muy alentadores.

Con un profesorado desmotivado, con una falta de coraje deslumbrante para reconocer que el estudio necesita disciplina, obediencia y esfuerzo, y con un miedo cerval a premiar estas virtudes, y una gran preocupación, en cambio, por exaltar la mediocridad, llegamos a otra reforma. En esta ininterrumpida sucesión de fracasos, en este declive pavoroso, lo peor de la historia de nuestra reciente democracia.

*Periodista