Cuando por azar abres las ventanas de tu mente al ruido de la calle, rompiendo ese muro de hermetismo que has establecido entre ti y la realidad que te rodea; una bruma densa, confusa e indescriptible se apodera de tus ojos. Mientras que un esnobismo burdo ostentoso y sobrevenido provoca en ti una angustia insoportable.

A menudo la realidad es más cruel que la ficción. Cada día suele sorprendernos con una nueva contradicción, una velada mentira o una caprichosa frivolidad; algo que, como el poso subliminal de una lluvia, provoca cada vez un menor impacto. Todo se relativiza y se edulcora para que sus afilados perfiles produzcan la menor secuela posible, como una mutación silenciosa que deja en el subconsciente un rastro apenas perceptible.

Otras veces las noticias llegan a nosotros como una lluvia torrencial, explícita, indisimulada y jactanciosa, como una estampida de irracionalidad apoderándose de las calles o una riada de palabras vacías que nos recorre la espalda con el nihilismo irritante de una mano fría.

La sociedad se ha quedado huérfana y sin referentes. Porque una vez desaparecidos los encargados de preservar el fuego colectivo, las armas y los argumentos se han vuelto ineficaces para luchar contra el hastío. Como si una ola de superficialidad rampante se hubiera encargado de borrar de la arena las huellas más profundas.

Tal vez esta falta de convicción sea una consecuencia más de un proceso que viene de antiguo o del lastre de un progreso que no llega hasta nosotros en estado puro, sino entremezclado con la lava incandescente de un mal inevitable. Como si cada avance no estuviera acompasado de su correspondiente desarrollo mental, y se produjera de una forma aislada y en perfecta divergencia con él, lo que provoca una suerte de involución y un retroceso conductual innecesario.

No existe antídoto contra esta apatía que se ha instalado en nuestra forma de vida, ni contra esa estela incendiaria que se sirve de lo morboso para socavar la escasa coherencia que aún nos queda. La sociedad debe blindarse contra el desencanto, contra ese baile de máscaras cuyo fin último es puramente utilitarista y contra cualquier pretensión manipuladora que trate de anteponer lo particular a lo general. La sociedad no puede estar lastrada indefinidamente por un deterioro cuyas consecuencias aún se desconocen.