XTxodavía no tengo muy claro qué quiero decir nada más poner el título a esta columna. No es ni será --afortunadamente-- la primera y la última confusión de estas mis meninges, que cada día que pasa están más atrofiadas y desvencijadas. Tampoco creo que sea sólo yo quien tenga un argumento clarísimo en las tripas, y se vuelva loco para darle la vida con palabras. Así que si sale con barba San Antón y si no, la Purísima Concepción.

En unos de esos largos trayectos en autobús, que ni fumar uno podía, previo pago de auriculares, el conductor de la higiénica Tellesa nos echó Solas, la hermosa y triste película, pero redentora también, de Benito Zambrano. Con un cuerpo dolorido y un monazo de nicotina, llegué a la conclusión de que el chófer era sádico, o que hubiera visto en el cansancio y la locura de mis ojos la mejor forma de enfangarme hasta los límites que ya se apoya en lo enfermizo. La noche como acompañante del viaje y la mirada asustada de María Galiana consiguieron el conjuro para arrastrar conmigo, y de norte a sur, la más reconfortante de las melancolías. He visto muchas veces esa mirada de miedo en una mujer; te la arrinconaba en el suelo, por ser sólo mujer. Aseada de simpleza, con un bambo rematado de dolor y olvido como esa madre y mujer sin nombre sabe moverse y callar, para que no se la note, porque en el fondo no es nada ni nadie. Hace tiempo escribí un cuento --hoy pecado mortal sería--, que se llamaba La Casa del Altozano . Aquella mujer del terruño extremeño podría pasar hoy por ésa, y por tantas mujeres que nacieron envueltas en la placenta del silencio y de la sumisión. Mujeres que parieron ya muertas, con el pecado de una manzana de vicio que todavía les recolea el cuerpo y el alma. La mujer muda, que debe de hacerse la tonta, no sea que un guantazo de desprecio le sonroje las mejillas y la presunta dignidad. Sin embargo --y en ello se lleva la palma Zambrano --, es la mujer sabia y generosa, a la que no le importa su aciaga existencia porque ya nació con ella. No necesita la voz, porque sus gritos están más adentro. No necesitan de una caricia, porque nacieron para proteger. Mujeres de mirada caída y siempre sospechosas de un pecado de sangre: el de su madre Eva. "Hueles a macho", le espeta el descendiente de Adán --su marido-- cuando le visita en el hospital. "En el autobús venían muchos hombres", dice la pobre vieja bajando la mirada para no provocar la ira de su señor y amo. Y se ovilla en el sillón para parecer que no existe, que no es y por lo tanto no importunar.

Bajaba el autobús en la noche y bajaba conmigo una tristeza como de siglos, como la herencia de esta tierra que ha visto muchas mujeres difuminarse dentro de su propia inexistencia. Han sido --algunas todavía hoy-- mujeres invisibles, con la certeza de pertenecer a un hombre --o lo que sea-- y el instinto de leona de las vidas que parieron desde su dolor. Ya escribía al principio que sería una confusión de palabras, pero nunca de sentimientos y ternura. Ahora me doy cuenta de que no es sobre la hermosa película de Zambrano --la relación con el vecino, con su hija--, sino de unas mujeres con vida de tormento y de entrega, de indignidad y generosidad; de almas reconfortadas por no aspirar a más que a querer sin pedir nada. Cuando en esa puesta de sol del sur, ella mira el horizonte desde el bamboleo de una mecedora, de sus ojos sale la satisfacción de una mirada que habla con destellos sabios. Nació, nacieron, para lo que debían, para un pasar de días con un yugo necesario y dichoso. Muere en paz porque cumplió. Solas siempre, desde que tuvieron que enterrar la mirada, por un ajuste de cuentas familiar: que Eva se zampó una manzana que todavía produce ardores a muchas de sus descendientes.

*Autor teatral