TLta soledad era un secreto a voces. A la soledad, ni tocarla, era una cosa que les pasaba a los otros, preferiblemente si son rubios y extranjeros. O que habrían hecho algo malo y poco conveniente. Por no hablar de los que no se conformaban con leerlo y analizarlo todo, incansablemente, en vez de creer que dos y dos son cuatro y se acabó.

La soledad es el pan nuestro de cada día, y, además, duro.

La soledad entra en casa, y, además, no sale. No es como el olor a sardinas o a pintura fresca. La soledad la dan las butacas llenas de gente o vacías, si se tercia, de la misma manera. La soledad es inevitable, aunque se vaya en la dirección contraria. La soledad es el amor perdido o el amo por encontrar, o mal hallado, o desafortunadamente tropezado, la mujer que no era, el hombre que no será, el amigo que hace escapadas, o el resto del mundo junto, seis mil millones de personas y una tarde de rabiosa tristeza, una tarde en la que no ladre ni el perro, sobre todo si ni siquiera se tiene.

En fin, la soledad es nuestra compañía, cuando cruzamos por el semáforo o la piscina o la playa o avanzamos en la cola del pescado en un supermercado.

La soledad es el marco que guarda un retrato y allí dentro está cada cual, cualquier hora que sea del día.

Está en lo que se ha ido y en lo que se queda, y, cuando, misteriosamente, huye, avergonzada, dando un portazo, es porque hay cerca una voz, unas manos, las palabras precisamente precisas, o el más antiguo de todos los sueños soñados, que alguien nos contemple con los ojos llenos de pasión y de compasión.

*Escritora