Gracias a Joseba Buj, mitad extremeño (de Benquerencia) y mitad bilbaíno, he sabido de Inés Arredondo, escritora mexicana que la crítica de su país empieza a poner a la altura (como la de él, tan breve como potente) de Juan Rulfo.

Sus libros de cuentos (La señal, Río subterráneo, Los espejos) o su novela Opus 123, publicados en México, son casi desconocidos en España.

Recuerdo, como estudiante de filología, que el profesor de literatura hispanoamericana (solo había y hay uno, para una literatura tan inmensa) nos habló durante tres meses sobre Pedro Páramo, pero ni una palabra de Arredondo (ni de tantos otros, ni otras).

Estaba casada con Tomás Segovia, exiliado español que, por su longevidad y su don de gentes, logró bastante reconocimiento, seguramente demasiado.

Menuda rabieta cogió Segovia cuando conoció a Juan Carlos Onetti y descubrió que al gran escritor uruguayo no le interesaba su obra, pero admiraba mucho la de su esposa, tratada como un trapo por el español.

Onetti, por su parte, quedó sorprendido de que su venerada Arredondo fuera la esposa de aquel cantamañanas.

En relatos como En la sombra, la escritora mexicana reflejó la congoja de tantas mujeres invisibles para casi todos, pero no para ella. Nunca sabremos cuántos talentos femeninos se marchitaron o no lograron sino una mínima parte de su potencial por estar a la sombra de sus maridos.

Hoy las obras del muralista Diego Rivera no nos dicen casi nada, pero nos conmueve cada cuadro de su sufridora esposa, Frida Kahlo.

A María Teresa León, hasta que algunos críticos (sobre todo Gregorio Torres Nebrera, el mejor filólogo que ha tenido la Universidad de Extremadura) la rescataron del olvido, casi nadie la veía sino como la esposa de Rafael Alberti.

Qué hubiera llegado a ser Zenobia Camprubí si no se hubiera casado con un poeta tan genial como posesivo llamado Juan Ramón Jiménez. Ernestina de Champourcín era mejor poeta pero escribía a la sombra de Juan José Domenchina.

María de la O. Lejárraga era mejor dramaturga que su esposo, Gregorio Martínez Sierra, con cuyos apellidos firmaba.

Seguramente la mayoría lo hizo por amor, pero hay gestos de amor que, si éste es correspondido, deben ser contrarrestados.

Claro que a veces (pero muchas menos) es al contrario, el chico se sacrifica por la chica, se va a vivir donde ella y rebaja sus aspiraciones.

Siempre al pensar en ellas, o en ellos, nos asalta una melancolía mezclada de indignación hacia el narcisismo de sus cónyuges.