Sé de una chica que se sentó con su novio a la mesa de un restaurante de postín, de esos que en vez de cartas de menús, ofrecen libros con poemas gastronómicos; de esos en los que no se habla, se cuchichea. Justo en el momento que mascaba su delicioso Pudin de mar azul envuelto en esencia de romero y hierbabuena, del bolsillo de la chaqueta de su novio surgió a todo volumen el sonido de una desagradable emanación gaseosa corporal --llámese pedo-- que éste tenía colocado en su móvil para hacerse el gracioso con los amiguetes. Qué vergüenza.

Existe una extensa gama de sonidos de lo más variopinto para móviles, desde el timbre de toda la vida, pasando por canciones populares, himnos futbolísticos y onomatopeyas, y a veces, si no programamos su silencio, pueden sonar inoportunamente y hacernos pasar momentos de apuro. Mi amigo el octogenario escritor don Eliseo García, hace unos días estuvo en París con dos viejos amigos y fueron a ver una representación de la ópera La Valquiria, de Richard Wagner. A mitad de la obra, a uno de sus amigos comenzó a sonarle el móvil emitiendo el pasodoble España cañí. ¿Y qué decir? Que a más de un espectador se le escapó una sonrisa demasiado sarcástica; y que su amigo se llevó la bronca de su vida por no haber desconectado el móvil al empezar la representación.

Hace unos días me quedé encerrado durante diez minutos en un ascensor con un tipo que decía ser claustrofóbico. Llevaba en su teléfono la 9.ª sinfonía de Beethoven, versión Miguel Ríos: "Escucha hermano la canción de la alegría…". En ese tiempo recibió tres llamadas. La primera de su mujer, para decirle que había decidido dejarle por otro. La segunda del dentista, para recordarle que tenía pendientes dos extracciones de muelas y cuatro facturas. Y la tercera de su hijo, para comunicarle desde la comisaría de policía que le habían detenido por conducir borracho una moto robada sin llevar puesto el casco. Cuando nos abrieron las puertas, el hombre, paradójicamente, se negaba tajantemente a salir del ascensor.