El acuerdo alcanzado entre el Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya insta a la perplejidad. Se ha modificado en un veinticuatro por ciento las inversiones contempladas en los presupuestos vigentes y lo ocurrido debiera tener explicaciones adicionales para garantizar la transparencia en la utilización de los impuestos de los españoles. En principio la noticia de esa ampliación no es ni buena ni mala, salvo que sea el inicio de una carrera de cada comunidad por arrancar las mayores partidas al Estado en un espiral en la que todo quedaría al albur de la capacidad que tenga cada autonomía de presionar y generar tensiones.

Cada vez queda más claro el disparate de iniciar un proceso de revisión de estatutos en las que la tendencia a desgajar competencias del Estado sea un fin en sí mismo sin tener en cuenta en cada caso cómo se gestionan mejor los intereses de los ciudadanos y cuáles son los mecanismos de solidaridad interterritorial que hay que proteger. La autonomía es una progresión de los derechos democráticos de los ciudadanos en la medida que acercar los instrumentos de gestión sea beneficioso para la administración más eficaz de los asuntos públicos.

Pero también debe potenciar las igualdades entre los españoles impidiendo que se vayan incrementando las diferencias territoriales que la propia historia ha ido señalando.

Si además se producen fenómenos de caudillismo autonómico en los que la gestión del dinero público siempre tiene la esperanza de que con tensión con el Estado se arrancará más, la espiral tenderá a favorecer a las comunidades que tengan mejores condiciones para la presión al Estado.

Convendría que el incremento de las inversiones en Cataluña se explique con todo cuidado para que no sea el comienzo de una carrera diabólica.