A raíz de la celebración en una discoteca de Granada de una subasta de chicas, los adultos que de ordinario no prestan la menor atención a los adolescentes han puesto el grito en el cielo, llegando algunos, incluso, a rasgarse las vestiduras. El suceso ha generado, desde luego, consternación, pero también que, de súbito, los medios de comunicación hayan proporcionado inquietantes noticias en cascada sobre esos garitos para críos que saben adaptarse maravillosamente a la hipocresía y al fariseismo de la sociedad: ni expenden bebidas alcohólicas ni permiten fumar a los chavales como demanda lo políticamente correcto, pero se emplean a fondo para sacar los cuartos a su parroquia hiperhormonada no importa mediante qué ardides de rústica e indigna salacidad. La mujer, la niña adolescente en este caso, sirve de cebo, o sea, de cosa, de objeto sexual, pero siendo lo cierto que ese mismo papel ignominioso es el que se le adjudica en el mundo adulto de la publicidad, del espectáculo y aun de la vida ordinaria, todavía hay quien asegura, muy serio, que todavía quedan restos de machismo en la sociedad española.

¿Cómo que restos? La sociedad española, incluido en ella el sector más ilustrado y más progre, y por desgracia también buena parte de las mujeres que la componen, es tan rijosa y repugnantemente machista como hace cien años, sólo que maquillada por una débil pátina de modernidad. ¿Cómo van a respirar, entonces, sus cachorros, si ese es el aire consuetudinario que encharca sus pulmones? Si a eso le añadimos el desamparo afectivo y cultural de tantos de ellos, su condición de consumidores tolilis y que se inician al conocimiento de la sexualidad con la pornografía, no podrá extrañar que se diviertan subastándose unos a otros (la misma discoteca granadina celebró dos semanas antes una subasta de chicos con parecido éxito), y que cualquier listo descubra que se puede forrar con eso.