El problema de si debemos regular legalmente (o prohibir) los embarazos subrogados (los «vientres de alquiler») es, al fin, un asunto de principios. Diríamos que el principio favorito de los defensores de la regulación es el de la «libertad», mientras que el preferido de los prohibicionistas es el de la «dignidad» de la persona gestante.

¿Libertad o dignidad? El asunto no es, ni muchísimo menos, tan simple. Ya el propio concepto de libertad es problemático. Para unos consiste en «hacer lo que te propongas sin otro impedimento que los propios límites y el derecho de los demás». Pero para otros consiste en otra cosa, por ejemplo en «actuar según principios aceptados racionalmente por uno mismo».

La primera de las acepciones es común a las posiciones políticas liberales. Se funda en la voluntad (en la pura elección subjetiva) antes que en la razón y en una noción básica del principio de propiedad (que algo sea mío -mi cuerpo, mi vida...- significa que hago lo que quiero con ello). Muchos justifican la maternidad subrogada (y otros asuntos no menos polémicos como la prostitución, la venta de órganos o el aborto libre) atendiendo a esta concepción de la libertad.

Ante la objeción de que una elección libre requiere ciertas condiciones materiales (alguien muy pobre se verá obligado a alquilar su vientre, prostituirse, vender sus órganos, etc.), el liberal replica que siempre hay condiciones y necesidades materiales, que la igualdad no es en esto posible ni deseable, o que siempre se puede rechazar una opción (por duras que sean las consecuencias). En cualquier caso, y suponiendo unas «condiciones materiales» mínimas, los liberales (y una porción significativa de izquierdistas y feministas) mantendrían que, con ciertos límites obvios, todo individuo tiene el derecho de hacer con su propia vida lo que quiera. Por ejemplo: que toda decisión que tome una mujer sobre su cuerpo -supuestas esas condiciones y sin que se lesione el derecho de otros- es legítima.

Ahora bien, desde la otra concepción de libertad que enunciábamos se podría decir algo muy distinto a todo esto: «ser libre» no consistiría en que «te dejaran hacer lo que quisieras», sino más bien en que «supieras lo que quieres». La gente no siempre sabe lo que realmente quiere (o le conviene querer) ni es siempre -por tanto- dueña de sus deseos. Ni, quizás, de su vida o su cuerpo. ¿Algo es tuyo únicamente porque lo «ocupes», te identifiques con ello, o lo certifique un documento? ¿O lo es en la medida en que entiendes y puedes justificar racionalmente el mejor uso o trato (en interés de todos, pues todo nos afecta, en algún grado, a todos) que puedas dar a aquello que te apropias?

Si lo segundo es cierto, entonces no todo lo que uno haga con su cuerpo o su vida es legítimo. Uno debe actuar (también para sí mismo) «bien», digna y no solo libremente. Es más: «ser libre» aquí es actuar según un criterio propio -y racionalmente justificable- de dignidad. Y «racionalmente justificable» dice que, al menos potencialmente, dicho criterio o ley pueda convencer (y beneficiar) a todos.

Ahora bien, supuesto que mercantilizar la actividad de un cuerpo humano (incluyendo el propio) sea algo indigno y alienante -algo que comparto-, no creo que la capacidad de gestación sea en esto especial. No solo es el embarazo (y la «ética del cuidado») lo que hay que salvar del mercado. También lo son la creatividad, el conocimiento, la educación, las relaciones afectivas o mil cosas más. Hay, por demás, muchas variables con que medir el grado de humanidad (y, por tanto, de degradación) de lo que se mercantiliza. ¿Es humanamente peor -por ejemplo- alquilar tu cuerpo nueve meses que durante toda la vida, como hace la trabajadora de una fábrica? ¿Es más indigno vender el cuerpo que el «alma», como hace un consejero a sueldo, un profesor sumiso, etc.?

Más acá de esto hay otra cuestión moral. Prohibir el «alquiler de vientres» significa, por de pronto, más inseguridad y miseria material para muchos. Yo puedo creer que (en nombre de la dignidad o la revolución) haya que asumir ese riesgo. Pero lo creo desde mi sillón y después de cenar. Es un dilema difícil.

*Profesor de Filosofía.