Escritor

Si pudiera uno elegir su destino antes de hacer pie en este mundo, yo habría pedido nacer en algún viejo rincón de una ciudad del Mediterráneo, ser hijo único en una familia aristocrática decadente, con mediana fortuna que gastar, una tradición con la que romper y un pasado al que dar rúbrica con un punto y final lleno de filigranas. Estar en el secreto de tres o cuatro lenguas muertas, poseer la solvencia de un genio vivo y la coartada de un carácter sosegado. Padecer dulce y benévola enfermedad que incapacitara para traer hijos al mundo y que me sirva de barricada contra la maledicencia de un puñado de enemigos cordiales. Mundano y misántropo a la vez, educado bajo las coordenadas del trivium clásico, maestro en las artes de la lógica, la retórica y la gramática, sería, no obstante, dueño de una columna vertebral engrasada e impoluta a fuerza de no haber dado un palo al agua en toda la vida. Y, por fin, a los ochenta años, morir asesinado en cama ajena a manos de un marido celoso, como ya soñó Billy Wilder. Y por todo consuelo contra el olvido, dejar abandonado en el cajón de la mesita de noche un manuscrito soberbio y melancólico con displicencia de dandi, al modo de Lampedusa.

He ahí el retrato fiel del hombre que yo habría podido ser, si éste fuera un mundo perfecto. Pero no lo es. Y ese sueño se queda en eso, uno más de mis sueños incumplidos. Un sueño inocente y con el que no le complico la vida a nadie. Sin embargo, otros han soñado antes que yo sueños menos ingenuos. Gente a las que el alma no se les ajusta a las hechuras de la realidad y se meten en camisas de once varas con tal de hacernos comulgar su concepto atrofiado de la vida. Son los sueños de los que sintieron miedo de su condición de hombres y dibujaron en el aire un destino de dioses. Gente avestruz que con la cabeza bajo tierra soñaron la quimera de un alma inmortal, un cuerpo que resucita de entre los muertos, una patria de elegidos, un lugar donde todo vale con tal de lograr los objetivos. Su sueño es como las epífitas de los parques: acaba por matar al árbol sobre el que se sustenta. El problema está en que aquella ficción de unos pocos ha acabado por convertirse en carne de muchedumbre, y su destino no puede ser otro que desplazar a la realidad. De hecho, vivimos ya en el mundo de Matrix. En ese mundo ficticio donde los villanos se presentan como héroes, los mediocres y los bobos son modelos para la juventud, donde el éxito es la droga del alma de los pusilánimes, y el fracaso el infierno de los estúpidos. Es el mundo del Gran Hermano, el paraíso de los desalmados, el reino de los que con el cuento de la libertad de expresión llenan sus arcas sirviéndose del nombre de asesinos y psicópatas. Este es el mundo que yo veo cuando abro los ojos, el mundo surgido del sueño de los socialistas, de los centristas, de los españolistas, de los nacionalistas, de los juristas, de los periodistas, de los expertos en IRPF y en IPC, el mundo putrefacto levantado por una gavilla de hombres de imaginación astillada.

Cuando Séneca le dijo a Lucilio eso de "pregúntate a ti mismo si quieres vivir en un mercado o en un campamento, porque vivir es asunto de soldados", me temo que Séneca estaba en el error de creer que la vida sería entendida por siempre como guerra a la que enfrentarse con ojos bien abiertos. Lo que no sospechó es que los descendientes de Lucilio iban a ser todos gentes de mercado, judíos que se calzan el alma del revés y se les va directo a las uñas de la mano derecha, la de rapiñar monedas. Vivimos en el mundo de Matrix, y nos produce terror abrir los ojos por no descubrir que somos figurines en un sueño ajeno, extras en la pesadilla de un puñado de cursis.